Parábola de la botella.
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 413, de 5 de febrero de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
No debe extrañar a nadie que lo que sigue provenga de algún texto del Nuevo Testamento. No lo encontraría. Tampoco en los enrevesados conceptos matemáticos que tanto abundan en la ciencia geométrica, disciplina que queda fuera del alcance de esta modesta reflexión. Nada de eso. Refiere este artículo algo tan sencillo como la insoportable levedad del ser, como diría el comunista checo Milán Kundera en una de sus escabrosas novelas. Porque en esta que es la vida nos tenemos que ver las caras, queramos o no, y no precisamente a través del eterno retorno nietzcheano. Simplemente, pretendo hablarles del ser de las cosas.
Del incognoscible ser de las cosas. Ya cayeron en ello los griegos, qué les voy a decir, y unos y otros establecieron los cuatro o cinco fundamentos mediante los cuales nos es posible establecer una aproximación. Muchos siglos después nuestro Ortega tomó una naranja como pretexto para dar por sentado que por mucho que la mirásemos, tocásemos, la catásemos solo alcanzaríamos a tenerla desde nuestro punto de vista. Es decir, introdujo en su experiencia el concepto de Perspectiva. Y así nos pasa el tiempo, para jolgorio de los metafísicos, sin que podamos llegar al núcleo perseguido. Pero, como se ve claramente, no nos hemos reunido aquí para hablar de filosofía sino de la botella. Y eso es lo que vamos a hacer.
Antes que serlo, es una cosa. Y antes que ser una cosa fue pensada para cumplir un cometido. O sea, que, entre sus condiciones inexcusables, intrínsecas, tendría que decir, pues son suyas y nada más que suyas, hay una que se proyecta al exterior, que sale de ella, al punto de hacernos preguntar si somos nosotros, al sentirnos concernidos, quienes participamos de esa cualidad. Esa cosa suele ser el para qué. Porque todo lo que existe existe en vista de una finalidad, lo mismo da un calcetín, una bicicleta o un botijo. Pero hablamos de una botella. Y una botella es un recipiente ideado para contener, por lo general un líquido. De tal manera es así que solo cuando está llena cumplimenta en toda su extensión la razón de su ser. No se trata de complicarles a ustedes la buena mañana que, sin duda, estaban teniendo sino de dejar sentado esta especie de principio, no exento de objeciones. Una de ellas, se me dirá, es que desde ese mismo momento comienza a vaciarse. O lo que es lo mismo, a perder parte de su ser. Y cuando, al cabo, deja de contener el caldo dulce que la completaba, cuando en su existencia vítrea ya no alberga ese vinillo moscatel de uva tierna del Sur, cuando ha pasado de ser botella a ser solamente cosa, reclama perentoriamente volver a ser llenada. Y si no encuentra una mano que lo haga, bien se puede decir que está muerta.
Por eso, es fútil, además de imbécil, quedarse con la idea de verla, sentirla, a la mitad. Suele decirse que es cuando está en su justo medio, pero eso es una falsedad. Es el equilibrio indecente de quien no quiere comprometerse con la verdad que nos vino dada a lomos de nuestra cultura. Medio llena o medio vacía, qué más da, es acomodarse en el centro de la plaza, a ver si el toro se arrima a las tablas y de tanto dar vueltas ol-vida que un chiflado le hace señas desde un punto intrascendente.
Pues, estábamos en estas, y apareció España. Ay, qué dolor. Porque algunos sentimos el pavor de ver cómo poco a poco se ha ido vaciando, y no solo de su gente sino de su savia. Y vemos que no hay mano alguna que escancie en ella el fruto que enamora, porque los viticultores le han dado las espaldas a esa sublime labor de tenerla en plenitud. Porque hemos descubierto a alguna gente dando gritos en el centro del coso, ante un astado que va a lo suyo, importándole un ardite lo que se cuece en su entorno.
Porque España no es, precisamente, una botella, sino mucho más, un continente de siglos que se abrió al mundo contra toda corriente, contra toda corriente oceánica y todo vendaval de despachos mediterráneos. Porque España, todavía, conserva en su interior, pasando por su gollete estrecho, un líquido admirable que hay mucha gente ansiosa por degustar. Y llegará ese día. Y habrá fiesta para la silenciosa y honrada tropa que espera que su ser, su verdadero ser emerja de entre los malnacidos, como una Venus del fondo de los mares.