Elegía por el pueblo afgano
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 498, de 12 de septiembre de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.
No emplearé el verso ni tampoco utilizaré rima o medida alguna para referirme al drama del pueblo afgano. Sin embargo –así lo imponen las circunstancias–, es el momento del duelo compartido y el lamento más sincero, profundo e incontestable, ante la terrible tragedia que sufren millones de personas.
Los talibanes han tomado el poder y, lamentablemente, someten a su pueblo a la esclavitud en nombre de Alá. La sharia, en la más vil y criminal de sus versiones, es la nueva ley establecida en el proclamado Emirato Islámico de Afganistán. El régimen de terror ha triunfado ante la impotencia –quizá indolencia–, pasividad y permisividad del mundo occidental. Se ha abandonado aquellas gentes a un presente sin futuro y, sin pretender lirismo alguno, se les ha condenado a morir en vida.
El burka ha vuelto a ser el atuendo de la mujer con todo lo que ello conlleva. De todas las prendas e indumentarias tradicionales que llevan las mujeres en los países islámicos, sin la menor de las dudas, es la que representa, con la mayor crudeza estética, el presente aniquilado por los talibanes. Pero debo ser honesto, tampoco me gusta el chador iraní, menos el nirab, por todo lo que proyectan culturalmente. Me desagrada verlo en aquellos países y me avergüenza verlo en Occidente, en España. Puedo aceptar la diversidad, admito la divergencia, asumo el multiculturalismo, pero no tolero la intolerancia impuesta en nombre de nada ni de nadie.
Entre 1996 y 2001 gobernó en Afganistán el genocida Emirato Islámico con mano de hierro. Miles, millones de personas fueron masacradas, asesinadas y torturadas. La barbarie y la brutalidad instaurada alcanzaron unos niveles imposibles de poder ser superados, verdaderamente salvajes e inhumanos. Todo lo que en el mundo avanzado es aceptado como propio e inherente al ser humano –halal en lengua árabe–, allí fue considerado prohibido y contrario a lo sagrado, es decir, haram. Seguramente recordarán las escenas de la lapidación –rajm– de las mujeres, la decapitación de seres humanos y el ajusticiamiento arbitrario de cualquiera que no cumpliese con la sharia. El hambre, la miseria, la necesidad, el éxodo y la persecución fueron algunos de los rasgos identitarios del celo fundamentalista islamista gobernante.
La intransigencia se cebó, en marzo de 2001, con los famosos Budas tallados en el valle de Bamiyán, cuando fueron destruidas –las dos figuras labradas en piedra– al ser consideradas falsos ídolos según la retrógrada interpretación del Corán. Era una clarísima declaración de intenciones de lo que estaba por llegar, pese a los inútiles intentos de la comunidad internacional por salvar un monumento Patrimonio de la Humanidad.
Entonces, el mulá Mohammad Omar, como jefe de los talibanes, el emir de Afganistán y príncipe de los creyentes, es decir, la máxima autoridad del Islam, impuso su feroz y criminal gobierno. Su reinado de odio y terror se prolongaría entre el 27 de septiembre de 1996 y el 13 de noviembre de 2001, cuando la invasión estadounidense le derrocaría. Su muerte nunca pudo ser certificada y un halo de especulaciones ha rodeado su certero final.
Hoy, dos décadas después, una nueva y peor versión de los talibanes se ha apoderado del poder con la aquiescencia, no declarada, de las fuerzas de ocupación y con el consentimiento de la comunidad de naciones del mundo avanzado. Harbatulá Ajundzada, líder de los muyahidines triunfantes, con fingida teatralidad y aparente transigencia, devuelve a más de treinta y nueve millones de seres humanos a la noche, más oscura y tenebrosa, de los tiempos. El drama es verdaderamente dantesco, propio de la Divina Comedia del eminente Dante Alighieri.
La involución se abre paso de manera contundente e impenitente. Dos décadas de purgatorio no han sido suficientes para alcanzar el paraíso, deseado, añorado y soñado. De momento –sigo rememorando la obra del célebre poeta y escritor italiano–, nos situamos ante el vestíbulo del infierno y, más pronto que tarde, se franqueará este abominable preludio, verdadera antesala, de lo que está por llegar: el infierno. Nadie en su sano juicio puede creerse la comedia montada por los fundamentalistas para acallar la desconfianza ante tanto oprobio, ignominia y vergüenza desvergonzada, cruel y malvada. Las tres bestias representadas en la obra de Dante, el león, el leopardo y la loba –alegorías de la soberbia, la lujuria y la codicia–, definen muy bien el papel de Occidente en aquellos lúgubres, yermos y desérticos parajes.
Pero ¿Quién está detrás de estos terroristas? Es evidente que no están solos, que alguien les presta apoyo muy interesado y rentable. La respuesta nos conduce a Pakistán, Arabia Saudita y, por las simpatías y afectos pasados demostrados, a los siete Emiratos Árabes Unidos (Abu Dabi, Dubai, Sarja, Ajmán, Ras al-Jarma, Ummal.Caiwari y Fuyaira). Todos ellos reconocieron en 1996 al régimen genocida de Kabul. De otra parte, de manera clarísima desde la perspectiva de la geopolítica, a quien beneficia el nuevo escenario que se presenta en la zona es a China y a Rusia. La debilidad de Estados Unidos y de Europa Occidental, en Oriente Próximo y Oriente Medio, se ha incrementado exponencialmente. Así pues, en lugar de una apresurada y alocada retirada, la fragilidad y la inestabilidad política en el golfo Pérsico imponía otra solución. Estamos ante un clarísimo problema de casus belli, es decir, una guerra preventiva que se anticipe a una amenaza más directa y real que, evidentemente, es el punto en el que nos encontramos ahora. Con nuestra desidia, paternalismo y buenismo occidental, hemos dejado que el enemigo se fortalezca y asiente en nuestras propias puertas. El Magreb y el Sahel están demasiado cerca y, sin ningún género de dudas, las consecuencias de lo que está ocurriendo en Afganistán se harán sentir en Europa y, por descontado, en España.
Entre tanto, los lamentos y los llantos de un pueblo abandonado a su aciago futuro, presagio de un sufrimiento y una miseria insoportable, son ahogados a golpe de cuchillo, kalashnikov y auto de fe inquisitorial. De nada sirve la mojigatería diplomática, la grandilocuencia fatua y vanidosa, las peroratas fingidas apasionadamente o, para mayor desdoro, el maquillaje y ocultación de la realidad y de la verdad. Hoy la víctima se llama Afganistán ¿Mañana? Quizá Libia, o Argelia, Túnez, Mauritania, Chad, Sudán o, por qué no, Marruecos, se pueden convertir en el objetivo de la guerra santa árabe, es decir, la yihad que tan lejos veíamos. El integrismo fundamentalista islamista engulle estados y gobiernos, se infiltra en Occidente y amenaza gravemente la paz mundial. La barca de Caronte está dispuesta y a la espera para recoger a otros pueblos, a otras naciones, cautivas de la cultura satánica occidental. Somos tontos o es que no nos queremos enterar. Por mi parte, tengo muy claro lo que veo y lo que escucho. Vivimos difíciles momentos para la lírica.