Viejos circos y viejos horrores.
Editado por la asociación cultural Avance Social.
Ver portada de la revista Somos en La Razón de la Proa.
El Régimen del 78 a veces me recuerda a esos circos crepusculares y decrépitos que ha retratado el cine como el telón de fondo de dramas sentimentales y tristones.
En estas historias de los viejos circos, el elenco de personajes siempre rezuma un aroma nostálgico a decadencia y fracaso: el payaso que perdió la gracia y que tras los chafarrinones de su maquillaje esconde el drama de su alcoholismo, la trapecista que tras un accidente quedó lisiada y ahora malvive vendiendo las entradas, el domador al que sólo le queda ya un león tan avejentado y maltrecho como él mismo, el ilusionista casi anciano al que la pérdida de reflejos castiga convirtiendo sus presentaciones en risibles ridículos… Gente así.
La gran diferencia entre los viejos circos y el obsceno trampantojo de la partitocracia radica en que los primeros, tras su cochambre y decadencia, todavía conservan un principio de espartana dignidad.
El ilusionista del circo decadente sigue avergonzándose de sus fracasos aunque el público que se burla de sus trucos haya quedado reducido a un puñado de paletos en pueblos remotos.
El viejo domador sigue lustrando sus botas altas y sacando brillo a sus gastadas charreteras doradas.
La ajada equilibrista sigue conservando un resto de coquetería en su maquillaje y en sus ceñidas mallas, aunque sus antaño apetecibles curvas hayan perdido su turgencia hace décadas…
Los personajes del viejo circo, tras sus remendados y anacrónicos trajes, mantienen intacta su dignidad. Todo lo contrario que esa fauna parásita del otro circo, el parlamentario, cuyo espectáculo encajaría mejor en una película de terror barato: El Circo de los Horrores, los Payasos Caníbales y cosas así.
Los payasos del circo constitucional tampoco tienen gracia y su espectáculo es tan poco creíble y tan anacrónico como el otro, pero en lugar de dignidad decadente sus gracietas son obscenas, desprecian al público que les da de comer y hasta se creen graciosos en su grosería mediocre.
El circo del “Estado de Derecho” no da risa. Como mucho, despierta una sonrisa asqueada ante lo burdo de sus montajes y ante el cinismo al nombrar sus números y farsas. Que llamen, por ejemplo, “periodistas” a sus sumisos propagandistas, “policías” a sus esbirros brutales, “jueces” a sus burócratas obedientes o “Ministerio de Igualdad” a su perverso monipodio propagandístico, da grima por su cínico humorismo.
Al público que contempla el siniestro espectáculo ya no le extraña que presenten el asesinato de los enfermos poco productivos o el de los bebés no natos como “derechos”. O que le intenten colar que un anormal disfrazado de mujer es una señora. O que una región española es una nación. O que un delincuente que ha violado nuestras fronteras y que odia nuestra cultura es un “refugiado” al que hay que mantener a costa del erario.
Al público del Gran Circo del 78 ya todo le da igual. Está tan acostumbrado a consumir basura que se traga sin pestañear cualquier cosa que diga la tele. Ahora toca miedo, ruina, toque de queda y mordaza obligatoria y nadie rechista.
Lo más escalofriante de la peli de este Circo de los Horrores no son los payasos asesinos, o el león sarnoso sino el ominoso silencio del público zombi que abarrota las gradas.
Y que se pudre obedientemente.