Viejos circos y viejos horrores.
Publicado en el número 31 de Somos, de marzo de 2021. En la sección Colaboraciones.
Editado por la asociación cultural Avance Social.
Ver portada de la revista Somos en La Razón de la Proa.
El Régimen del 78 a veces me recuerda a esos circos crepusculares y decrépitos que ha retratado el cine como el telón de fondo de dramas sentimentales y tristones.
En estas historias de los viejos circos, el elenco de personajes siempre rezuma un aroma nostálgico a decadencia y fracaso: el payaso que perdió la gracia y que tras los chafarrinones de su maquillaje esconde el drama de su alcoholismo, la trapecista que tras un accidente quedó lisiada y ahora malvive vendiendo las entradas, el domador al que sólo le queda ya un león tan avejentado y maltrecho como él mismo, el ilusionista casi anciano al que la pérdida de reflejos castiga convirtiendo sus presentaciones en risibles ridículos… Gente así.
La gran diferencia entre los viejos circos y el obsceno trampantojo de la partitocracia radica en que los primeros, tras su cochambre y decadencia, todavía conservan un principio de espartana dignidad.
El ilusionista del circo decadente sigue avergonzándose de sus fracasos aunque el público que se burla de sus trucos haya quedado reducido a un puñado de paletos en pueblos remotos.
El viejo domador sigue lustrando sus botas altas y sacando brillo a sus gastadas charreteras doradas.
La ajada equilibrista sigue conservando un resto de coquetería en su maquillaje y en sus ceñidas mallas, aunque sus antaño apetecibles curvas hayan perdido su turgencia hace décadas…
Los personajes del viejo circo, tras sus remendados y anacrónicos trajes, mantienen intacta su dignidad. Todo lo contrario que esa fauna parásita del otro circo, el parlamentario, cuyo espectáculo encajaría mejor en una película de terror barato: El Circo de los Horrores, los Payasos Caníbales y cosas así.
Los payasos del circo constitucional tampoco tienen gracia y su espectáculo es tan poco creíble y tan anacrónico como el otro, pero en lugar de dignidad decadente sus gracietas son obscenas, desprecian al público que les da de comer y hasta se creen graciosos en su grosería mediocre.
El circo del “Estado de Derecho” no da risa. Como mucho, despierta una sonrisa asqueada ante lo burdo de sus montajes y ante el cinismo al nombrar sus números y farsas. Que llamen, por ejemplo, “periodistas” a sus sumisos propagandistas, “policías” a sus esbirros brutales, “jueces” a sus burócratas obedientes o “Ministerio de Igualdad” a su perverso monipodio propagandístico, da grima por su cínico humorismo.
Al público que contempla el siniestro espectáculo ya no le extraña que presenten el asesinato de los enfermos poco productivos o el de los bebés no natos como “derechos”. O que le intenten colar que un anormal disfrazado de mujer es una señora. O que una región española es una nación. O que un delincuente que ha violado nuestras fronteras y que odia nuestra cultura es un “refugiado” al que hay que mantener a costa del erario.
Al público del Gran Circo del 78 ya todo le da igual. Está tan acostumbrado a consumir basura que se traga sin pestañear cualquier cosa que diga la tele. Ahora toca miedo, ruina, toque de queda y mordaza obligatoria y nadie rechista.
Lo más escalofriante de la peli de este Circo de los Horrores no son los payasos asesinos, o el león sarnoso sino el ominoso silencio del público zombi que abarrota las gradas.
Y que se pudre obedientemente.