Teide gigante
Columna vertebral de piedra y fuego,
pilar sublime de Poseidón nacido,
puntal de los espacios infinitos
alzado desde tu oceánica raíz ardiente
hasta sostener el mismo paraíso.
Penacho de llamas
luces en tu yelmo
y con bruñida coraza,
labrada por el viento,
de basalto ígneo,
adornas tú, tu pecho.
Señor de las montañas de mi tierra:
sin avisar te llegará la primavera
y una frágil violeta, sutil y delicada,
nacida de tu entraña y tu desgarro
tan sólo con su tímido mirar,
por su sencillez, caerás postrado.
Luego se añadirán al juego,
retamas y alhelíes,
magarzas, lavandas y codesos,
y aún destacarán las bellas formas
del tajinaste rojo de sangre erguida.
Así llegará a tu alma la armonía,
desde el caos grandioso, convertida.
Pero desde la hecatombe
y la fabulosa estética en que moras,
si así es dictado por tu sino,
te alzarás otra vez sobre ti mismo,
mostrando tu vigor vehemente,
tu potencia e irrazonable poderío.
Ese día volarán las rocas destrozadas,
moléculas enormes del Averno,
y siguiendo el rastro de tus lavas,
llegará el caos fatal, irreductible,
metamorfosis radical hacia el infierno.
Tras el ciclón de espanto,
como exordio final,
sólo quedará el abismo,
la muerte, la nada y el vacío.
Teide querido, roca febril,
metáfora imposible,
teología natural indefinible,
por los siglos de los siglos
en tu boca está nuestro destino.