El rey emérito
Publicado en el número 36 de Somos, de enero de 2022. En la sección Colaboración. Editado por la asociación cultural Avance Social. Ver portada de Somos en La Razón de la Proa (LRP).
No esconderé, desde mi condición de historiador, tampoco desde mis convicciones republicanas, menos aún, por ser un español por dignidad y distinción, que la dinastía de la Casa de Borbón Anjou me es poco estimada y respetada, dada su contribución a la excelsa historia de España. Desde que llegara a España Felipe V, el Animoso (1700-1746), hasta nuestros días con Felipe VI, el Bonachón, nuestra Patria –con mayúscula– ha vivido sus épocas más aciagas y lúgubres de nuestro particular caminar por la historia universal.
Once soberanos Borbones hemos sufrido, padecido y entronizado. Es verdad que durante el s. XVII sus majestades tuvieron más relumbrón y destacaron frente a sus descendientes del s. XIX y XX que, sin demagogia barata, podemos afirmar que han sido de los peores que hemos conocido en tierras españolas. Carlos IV, el Cazador (1788-1813); su primogénito Fernando VII (1813-1831), el Deseado o el Rey Felón; Isabel II (1833-1868), la de los Tristes Destinos o la Reina Castiza; Alfonso XII (1875-1885), el Pacificador y, finalmente, Alfonso XIII (1886- 1931), el Africano, conforman la lista de monarcas escasos de talento, malas artes de gobierno y exponentes de una mediocridad impropia para tan digno reino.
No realizaré el ejercicio de rebautizar a cada uno de ellos, puesto que sería muy fácil en función de sus deméritos, su mediocridad y simpleza, y por su reconocida tendencia a la fiesta, a la felonía, al latrocinio y la vergüenza nacional a la que nos expusieron. No tienen desperdicio los calificativos que se les podría colgar del cuello a modo de escarmiento.
Así pues, tres restauraciones borbónicas hemos “disfrutado” desde su aparición en escena desde 1700.
La primera, corresponde al reinado del infame Fernando VII, veinticinco años de reinado espeluznante, con un rey intruso de por medio, José I Bonaparte (1808-1813), apodado Pepe Botella, por su generosidad en el consumo de licores varios. Un rey sin súbditos cuyas tropas, de manera in misericorde, se dedicaron al saqueo y la destrucción de numerosos bienes patrimoniales del pueblo español.
La segunda restauración, se produjo entre 1875 y 1931. Atrás dejaba la pamema del reinado de Amadeo de Saboya (1871-1873), el Rey Caballero o el Electo y la raquítica Primera República Española (1873-1874), un guirigay de toma pan y moja. España, antaño poderosa, temida, envidiada, vilipendiada y admirada, durante el s. XIX se había convertido en una potencia de chichi nabo que no pintaba ni a copas en el concierto de naciones. Atrasada económicamente, pusilánime políticamente y socialmente pobre, se había convertido en el hazmerreír a escala planetaria. Sin lugar a dudas, éramos la oveja negra del rebaño de potencias de la Europa occidental. Esta segunda intentona restauradora fenecería con la huida de España de Alfonso XIII, dando lugar a la execrable y deleznable Segunda República Española (1931- 1939), que nos sumió en el caos, el desgobierno, la persecución religiosa y en un desastre nacional que superaba con creces a su predecesora. Nueve años aciagos, infaustos, desdichados, funestos e infelices terminarían, tras una cruenta guerra civil (1936-1939), dejando a nuestra Patria como una escombrera. Campos y ciudades arrasadas, sin fondos en el Banco de España debido al saqueo republicano, sin apenas recursos, diezmada demográficamente, aislada internacionalmente, terriblemente pobre y carente de servicios públicos básicos, afrontó una reconstrucción valiente y decidida, tenaz y sacrificada, hacendada y laboriosa, que permitió, en apenas veinte años, darnos un nivel de desarrollo y bienestar social como jamás se había conocido.
La tercera restauración, la actual, llegó el 22 de noviembre de 1975, con el acceso al trono de Juan Carlos I (1975-2014), el Fiestero o el II Rey Felón que, obligado por todos –incluido por su hijo-, abdicó aquel 18 de junio de 2014.
Hoy la institución de la monarquía no disfruta de buena salud, pese a los constantes intentos del Felipe VI, el Bonachón, de mantener un perfil de cordialidad y buen gobierno de su Casa Real. Juan Carlos I es un lastre, una rémora y una carga que arrastra a la institución hacia el descrédito, la desconfianza, el menoscabo y la exposición pública de sus miserias y conductas más miserables y licenciosas. Huido en Abu Dabi desde agosto de 2019, acogido a la protección de su emir, el jeque Jalifa Bin Zayed Al Nahayán, presidente de los Emiratos Árabes Unidos, vive un “destierro” dorado en un país que no destaca precisamente por su respeto a los derechos humanos, tampoco por ser adalid de la democracia.
De la cochambre e inmundicias reales, ahora que no disfruta de la inviolabilidad, vamos teniendo cumplida información para sonrojo y mayor humillación. De sus devaneos amorosos, adúlteros y escurridizos, siempre habíamos tenido constancia, pero jamás llegamos a adivinar lo repugnante de sus actos. Para muchos sigue siendo una figura histórica incuestionable por su contribución durante la transición democrática, pero cada vez son menos las voces que están dispuestas a defenderlo incontestablemente. A mí, a título personal, no merece mi respeto, consideración y mucho menos un homenaje, tan inmerecido como indebido, injusto, inaceptable e inadecuado. No seré yo quien, con su particular biografía pública y privada, le rinda tributo y distinción, menos aún, reconocimiento y gratitud.
Desagradecido e ingrato con el pueblo al que ha engañado y traicionado, no merece devoción alguna ni veneración. Desde que perjurara durante aquella memorable jornada del 22 de noviembre de 1975, en el Palacio de las Cortes, a las Leyes Fundamentales del Movimiento, dejó de ser digno de mi reverencia e inclinación. Estaba claro que con sus fingidas lágrimas dedicadas a su mentor, Francisco Franco, iniciaría un camino de dilapidación de la herencia recibida. Era un Borbón y eso lo dice todo.
Un rey demérito, caprichoso, vanidoso, engreído y pendenciero sentó sus reales posaderas en el trono del Reino de España. Qué fiasco y decepción, qué desencanto y desengaño, que chasco y que fracaso me trasladó con sus escándalos y deserciones, con su carácter timorato y gazmoño, con su ínfulas de egregio, celebérrimo, eminente, insigne y notable Señor, con sus simplezas impropias de un rey de tan grande Reino. Se ha convertido en un soberano ignoto, vulgar, ignorado y detesta- do régulo de época pretérita. Treinta y nueve escasos años de reinado farisaico, fraudulento, contrahecho, doloso, engañoso y falsificador de una vida, tan ejemplar como necesaria, para alguien que, por distinción y responsabilidad, debería haber sido el primero de los ciudadanos en dar testimonio de prudencia, templanza, fortaleza y referencia obligada para todos sus súbditos.
No, Majestad, usted no tiene mi afecto, mi respeto y mi reverencia. En absoluto, merece mi desprecio, mi descalificación y mi enérgico rechazo. Qué pensaría Francisco Franco al ver en lo que se ha convertido con el transcurso de su reinado su pupilo, su elegido, aquel en el que depositó toda su confianza. Chanchullos, negocios ilícitos, fraude fiscal, cohecho y tráfico de influencias a trote y moche le acompañan y distinguen. Su vida privada ha sido dionisíaca, desmelenada, desordenada, licenciosa y desenfrenada. Qué triste y lamentable final de una existencia destinada a haber sido solemne, rotunda, gloriosa, benemérita y memorable.
Experto tahúr en el arte del juego y el engaño, diestro y avezado en el escapismo, es un prófugo, un tramposo, un fullero y un tablajero. Sin pretenderlo –supongo– ha contribuido a dinamitar y derrocar a la monarquía, porque lo quiera o no, su actuación pirómana ha dado razón de ser a la mezquindad de la izquierda sectaria, radical e independentista. Flaco favor le ha hecho a su hijo, a su nieta heredera, a la familia real española y a los monárquicos confesos y declarados. Su probidad moral es fuego de artificio, escenografía barata y ridículo fingimiento.
Soy republicano, sí, pero no de sainete ni de entremés costumbrista. Creo firmemente que la monarquía es una institución trasnochada, inútil, gravosa, feudal e infértil. Su papel de figurante bien pagado es prescindible, innecesario y limitado a ser parte de un decorado que, junto a los demás miembros de su dinastía, nos han costado no pocos disgustos a los españoles. Hoy me siento más republicano que nunca, más antimonárquico que antes, menos engañado y anestesiado ante la ópera bufa que, de manera estólida y pasmada, se representa en el Palacio de la Zarzuela –qué ironía de nombre– en cada jornada, también en los viajes a ninguna parte de Sus Majestades.
Lamentablemente, para Felipe VI, tan dado a la bonhomía por su propia naturaleza, usted representa todos los males, los defectos, los vicios y debilidades que afean su figura, hasta ahora –esperemos que por mucho tiempo– bondadosa, candorosa, sencilla, honrada y honesta. Nuestro rey, el que por razón de herencia dinástica nos ha tocado en suerte, parece más dispuesto a corregir la sinvergonzería, la depravación, degeneración, corrupción e inmoralidad que ha demostrado. No le creo tan menguado de facultades intelectuales y, por el momento, me parece más sutil y profesional en el ejercicio de ceñir la corona. Esperemos que haga méritos suficientes.
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