Santa Filomena, martir.
Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 405, de 19 de enero de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
Filomena no es un nombre común ni corriente, de hecho no he tenido ocasión de conocer a lo largo de mi ejercicio docente con ningún caso de alumno o alumna llamado así. Tampoco he conocido a Filomeno ni Filomena alguna. Solamente en los libros de la historia y en el personaje de los cómics que acompaña a Mortadelo, en sus atropelladas aventuras y sus divertidas viñetas, he podido reconocer tan singular nomen que dirían los latinos. No es mi pretensión ridiculizar tan peculiar nombre, muy al contrario, me parece muy respetable y digno. En España hay más de 8.200 mujeres que lo tienen, creo yo que bautizadas. En los tiempos que corren, tan dados al folletín televisivo y la horterada de la globalización –generalmente anglosajona–, abundan por contra los Kevin, Oliver, Ronald, James, Jessica, Vanesa, y un largísimo etcétera, en ocasiones empleados en su variante más hortera todavía, en diminutivo.
No quiero cebarme con ellos, pero me parecen, cuando menos, igual de respetables que aquellos, supongo que es uno de los signos de los tiempos «modernos» que nos han tocado vivir. Peor son aquellos que para mí, y sigo respetando a los originales progenitores del propietario de los mismos, los que, rayando lo ridículo y lo inverosímil, deciden castigar a sus hijos con los sustantivos como Libertad, Constitución, Anarquía, Truman, o Agua, por citar unos ejemplos.
En esta ocasión, los metereólogos han optado por un una designación más clásica para bautizar a la borrasca que nos ha acompañado en el inicio del invierno. «cuestiones filoménicas» aparte, relativas a las discusiones que entorno a la vida, la historicidad del personaje y culto, que dejo al clero, me ha parecido todo un acierto.
Pero ¿quién era Filomena? Allá por los comienzos del siglo XIX, más concretamente en 1802, durante el pontificado de Pío VII, cuando se estaban realizando intervenciones arqueológicas en la catacumba de Santa Priscila, en la ciudad eterna –Roma–, se encontraron con una humilde, sencilla y discreta sepultura, con apenas tres losas dispuestas cubriendo el enterramiento. Pronto se percibió que los restos allí deposititos ofrecían datos de notable interés histórico y cristiano. Apareció el esqueleto de una mujer joven, de unos trece años aproximadamente, acompañada de objetos que, según la tradición cristiana, apuntaban al martirio sufrido por el cadáver allí cuidadosamente depositado.
El símbolo de la palma –propio de los martirizados–, tres flechas y, junto a los restos óseos, una vasija que se supone contenía la sangre de la agraciada, o desgraciada –según queramos interpretarlo– asesinada violentamente. La causa del fallecimiento atribuida por la Santa Madre Iglesia católica era concluyente: decapitación. En una de las losas protectoras rezaba una inscripción con el nombre de Filomena.
Los estudios realizados condujeron a concluir que su muerte se produjo hacia el año 202 de nuestra era. Nos situamos por tanto en el Alto Imperio romano, anterior a la crisis que daría paso, a finales del siglo iii, al último periodo imperial conocido como Bajo Imperio romano. El emperador que gobernaba los destinos imperiales, Lucio Septimio Severo (193/211 d.C.), iniciaba la dinastía de los Severos, con la que concluiría la época de máximo esplendor, en el 235 de nuestra era y, también con ella, finalizaba el Principado inaugurado por Octavio Augusto en el 27 a.C.
Eran tiempos difíciles para las comunidades cristianas, el dolor, la sangre, el sufrimiento y la persecución, como en tanto periodos de la historia del cristianismo –incluso hoy día–, ponían a prueba la fe en Dios, la esperanza en Cristo y en la palabra revelada a sus apóstoles. Caracalla, Geta, Heliogábalo y Alejandro fueron los emperadores de dicha dinastía.
En 1805, tras los informes y las comprobaciones eclesiásticas pertinentes que reconocían la distinción del martirio sufrido por la joven Filomena, se decide el traslado de sus restos a una parroquia de la pequeña localidad de Mugnano, al sur de Italia, muy cerca de Nápoles. Se llama el templo de la Virgen de la Gracia, pues todavía existe. Posteriormente, el 30 de diciembre de 1837, Gregorio VI la canonizaría y convertiría en santa. Su onomástica se conmemora el día 11 de agosto.
Los atributos que la reconocen e identifican según la interpretación iconográfica eclesiástica son: la palma (símbolo del martirio); el lirio (representa el honor y la lealtad); el ancla (expresa la esperanza); finalmente las flechas (aluden a cada uno de los treinta y nueve latigazos que azotaron a Jesús). Se la considera patrona y protectora de múltiples causas y personas: causas perdidas; causas desesperadas; causas olvidadas; protectoras contra la esterilidad; de los bebés, niños y jóvenes; del Rosario Viviente Universal y algunas más.
Filomena es un nombre procedente del griego, que viene a significar «la que ama cantar», o «la más amada». También se la suele relacionar con el ruiseñor, ave bella y de excepcional trino. Así pues, la borrasca Filomena nos ha devuelto a la realidad del invierno olvidado a causa del pertinaz cambio climático provocado por la mano del hombre, nos trae la esperanza con la bendición del agua para nuestros embalses, caudales de los ríos y acuíferos del subsuelo. La naturaleza, leal con su ciclo estacional, nos ha visitado regalándonos aires renovados y purificados, y tierras esponjadas bien dispuestas para fértiles cosechas.
Todo ello pese al maltrato y castigo que la infringe la depredación humana, tan codiciosa e irrespetuosa con un bien del que no somos propietarios, tan solo usufructuarios. Nuestros abusos los pagaremos en las generaciones venideras, no les quepa duda. Hoy, al menos por unos días, debemos aceptar los inconvenientes que provoca el obsequio recibido de Filomena. Aire y agua han sido sus presentes, fuerza y vida imprescindible para nuestro medio natural.