Triunfa la cultura de la muerte.

29/12.- ¿Qué valor se otorga a la vida? ¿Qué importancia damos al sentido de la muerte? ¿Qué representa la enfermedad? ¿Qué relevancia tienen las generaciones de nuestros mayores?...

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 396, de 29 de diciembre de 2020.
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Triunfa la cultura de la muerte.

La ley del aborto está en vigor; la ley de la eutanasia finaliza sus tramitaciones parlamentarias; y otras más de diverso pelaje se irán aprobando con el tiempo. La eugenesia; la manipulación genética; la legalización de la droga; los vientres de alquiler; el suicidio asistido;… tiempo al tiempo, ya lo verán.

Es el triunfo de la cultura de la muerte frente a la cultura en defensa de la vida.

Nuestra sociedad, conscientemente dirigida por la izquierda más recalcitrante que pueda existir, e inconscientemente aceptada por una nación adormecida y anonadada, transita por los caminos del materialismo, el individualismo, el egoísmo, el nihilismo y, de manera meridianamente clara, por los senderos del hedonismo. Estos son los derroteros de un mundo superficial y profundamente intrascendente. ¿Qué valor se otorga a la vida? ¿Qué importancia damos al sentido de la muerte? ¿Qué representa la enfermedad? ¿Qué relevancia tienen las generaciones de nuestros mayores?

Estas y otras interrogantes me preocupan de manera contundente ante el porvenir que estamos instaurando en el presente. Lo tengo muy claro: indolencia, indiferencia, irresponsabilidad y una frialdad emocional verdaderamente lamentable, lacerante e hiriente. Así de claro y así de rotundo.

En el Congreso de los Diputados se acaba de aprobar la ley de la eutanasia. Solo falta que, más pronto que tarde, finalice su definitiva ratificación en el Senado del Reino de España. Ya no se trata de una cuestión religiosa, menos aún de índole moral. La aritmética parlamentaria, la ley de la poderosa fuerza de la matemática, ha convertido en legal lo que es, manifiestamente, ilegitimo. Algo por ser legal no es necesariamente legítimo. 198 votos a favor –los de la progresía que no progresista–, ha impuesto su rodillo frente a 138 votos en contra y 2 abstenciones.

Esto es lo que tiene la ¿democracia? Como en tantas otras leyes que están siendo ratificadas, no se ha consultado al colectivo médico, tampoco a ese órgano consultivo –inútil por otra parte–, que es el Consejo de Estado. Ha sido, pura y llanamente, una imposición sectaria en toda regla. A mí no me sorprende, dados los postulados ideológicos que defienden sus valedores. Es otra desvergüenza a la que no resta sino decir Amén. Punto en boca y a callar y aguantar.

La manipulación argumental esgrimida es repugnante a todas luces. Se han mezclado a churras con merinas y se ha tergiversado la verdad de fondo. Por supuesto que hay enfermedades incurables e irreversibles, faltaría más que no lo reconociera, pero esto no quiere decir, en absoluto, que no se puedan recibir tratamiento. No hay enfermedades intratables. Es aquí donde, torticeramente, se mezclan temas tan distintos como: cuidados paliativos, suicidio asistido y encarnizamiento terapéutico.

Al final, con alevosía y plena consciencia, se ridiculiza la trascendencia de la vida, se minimiza el sentido de la existencia del ser humano y, vehementemente, se aboga a favor de la intervención artificial en la interrupción del ser y el existir.

Dicho esto, lo lógico y normal habría sido debatir una ley de cuidados paliativos, que es bien distinto. Existe una rama de la medicina que se encarga de prevenir y aliviar el sufrimiento en la enfermedad, curable o no, reversible o irreversible, y ofrecer una mayor calidad de vida, en las peores circunstancias imaginables, dispensando, por descontado, la asistencia a un paciente que sufre garantizándole el mayor bienestar posible, pero de igual modo, extendiendo el apoyo a las familias que también padecen el dolor del ser querido.

Expuesto de otra manera, se pretende garantizar una muerte, si es que este es el final –y no siempre lo es–, proporcionando al enfermo, al paciente –que no siempre lo es–, los medios necesarios para garantizar una muerte sin el menor sufrimiento físico posible, evitándole los dolores, en el firme y decidido convencimiento de, que las terapias médicas aplicables no llevan necesariamente a su cura, pero sí a conseguir una prolongación natural de su existencia. Es bastante distinto, consiste en garantizar una muerte digna.

Pero aclaremos más aún. Existen tres tipos de eutanasia:

A) Voluntaria o involuntaria: a petición del enfermo o por su consentimiento, o el de la familia directa y responsable;

B) Activa y directa: si se ejerce un acto para quitar la vida a una persona (inyección letal);

C) Pasiva: si la voluntaria omisión de un acto provoca directamente el deceso, en un periodo más o menos corto de tiempo (negarle la alimentación).

Así pues, la eutanasia es la intervención voluntaria o involuntaria cuyo objetivo no es otro que el de provocar la muerte. El pretexto «moral» –inmoral para mí–, es que el paciente, calificado de grave y muerte irreversible, evite el sufrimiento y el dolor. Una vez más, insisto en que lo incurable e irreversible no supone que sea intratable.

Sigamos profundizando en la cuestión. El suicidio asistido es otra cosa, pero muy próxima a la eutanasia y al suicidio normal. Es un punto intermedio entre ambos. Consiste en proporcionar a la persona los medios necesarios para que ponga fin a su vida (sustancias letales, drogas, objetos, explicación del procedimiento,…). En este supuesto, es el propio paciente el que protagoniza el acto final activando el mecanismo que pone fin al proceso, al propio existir.

Como pueden comprobar, la eutanasia tiene mucho de suicidio asistido, de hecho en países como Suiza, Holanda, en algunos estados de los Estados Unidos, y en el Estado de Victoria de Australia está instaurado diferenciándolo de la eutanasia.

También es distinto el encarnizamiento terapéutico, también llamado distanasia, con el que desde luego no estoy conforme. Es, a mi modo de ver y según mis principios y creencias, inaceptable. Consiste en utilizar terapias que no pueden curar al paciente, pero que consiguen prolongar artificialmente la vida del enfermo en condiciones penosas e indignas. Es una concepción ultraconservadora según la cual se debe hacer todo lo posible para salvar y prolongar la vida humana. Es una medicina defensiva de la vida a toda costa, sin importar los medios empleados.

A mi modo de ver, y la propia definición lo indica, provoca situaciones crueles, encarnizadas, tanto para el ser humano que sufre y padece, como para la de la propia familia que acompaña en la angustia del protagonista. Hay muchos casos de prolongación mecánica de la vida, por tanto de una super-vivencia artificial. He conocido y vivido en carne propia alguno de estos supuestos. Aquí no hay eutanasia, ni suicidio asistido. Es un escenario bien diferente al que pretendo con mi defensa de la dignidad del ser humano.

Me preocupa que el objetivo final de la sociedad defendida por los acólitos de la cultura de la muerte sea, sin disimulo, crear una sociedad de la eutanasia en todas sus variedades. Esto supone la instauración de un principio totalitario según el cual, el estado es superior a la persona –no al individuo que es otra cosa distinta–, por tanto que no tenga derecho a vivir su propia vida y, cuando ésta se convierte en un obstáculo y un coste, la eliminación sea la respuesta. Insisto, ya hemos escrito varios capítulos de la cultura de la muerte, más se seguirán escribiendo y, en ediciones venideras, los ya escritos podrán modificarse con nuevas versiones que empeoran los ya escritos.

España, lamentablemente, se incorpora a la lista negra de naciones en las que la eutanasia es legal. Holanda fue el primer país en aprobarla en el 2002, a ella le siguieron Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Colombia y, ahora, nuestra Patria. En Nueva Zelanda se celebrará un referéndum el próximo año, y en Portugal están en pleno debate, lista complementada por los estados en los que, además, se establece la legalidad del suicidio asistido. ¡Qué maldito honor! ¡Qué gran éxito!

No se me olvidará, y quedará gravado en mi memoria, el alborozo y el júbilo demostrado por la bancada socialista, podemita, comunista, bilduetarra, republicana, independentista y de otros palmeros, al ser aprobado el proyecto de ley. La izquierda más trasnochada de Europa, a la que también, se sumaron de manera insultante los votos de Ciudadanos y del PNV celebró una detestable orgía parlamentaria en el hemiciclo. Parecía como si hubieran llegado a Saturno, como si les hubiera tocado el gordo de la lotería. Qué triste y deleznable espectáculo exhibido. Las ovaciones, los gritos de alegría y el alborozo me parecían obscenos, repugnantes y vomitivos.

La diputada socialista defensora de la ley, María Luisa Carcedo –exministra de Sanidad, Consumo y Bienestar Social entre 2018 y 2020–, era la infame directora del coro de los enardecidos diputados. Apretados los puños se deshacía de felicidad con alocados gestos de triunfo. Un esperpento más y no por ello insignificante, pues la tragedia se elevaba a grado de éxito. Nacía la 122/000020 Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia. En las primeras semanas de enero, previa publicación en el BOE, será convertida en legal. El 19 de diciembre será un día triste para la historia de nuestra maltratada España.

El ser humano tiene su dignidad por el hecho de serlo, no porque una ley lo señale. Una dignidad que surge en el momento de la concepción, no en el momento del nacimiento. La vida debe ser protegida desde su inicio hasta su final. La enfermedad, la discapacidad o la ancianidad, no merman esta condición sacrosanta, al revés, hacen que una sociedad sea más justa y progresista, amparando, protegiendo, cuidando y defendiendo a los más vulnerables, a los más débiles y a los más necesitados.

Hay dignidad en la enfermedad, en la vejez, en la discapacidad. La trascendencia de las personas es un a faceta intangible, pero incuestionable, en su caminar por la vida y en su existir. Esto es lo verdaderamente progresista, lo eternamente actual y moderno, lo avanzado y lo digno. No somos simplemente individuos carentes de espiritualidad y trascendencia, somos personas, que es muchísimo más elevado que ser individuos.

Frente a esa cultura de la muerte –paradójicamente ecologista–, que triunfa prepotente, altiva, soberbia y exhibicionista, hay que defender la cultura de la vida desde principios y valores, religiosos o no, pero respetuosos con el más importante patrimonio natural con el que nacemos, nuestra existencia. No caben posturas timoratas, relativistas, buenistas, o ambiguas.

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