Atrás quedan los valles…

Las altas cimas, los lugares recónditos, los parajes más bellos, los panoramas más sublimes, solo se pueden alcanzar con ahínco.


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 773 (18/JUL/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

Atrás quedan los valles…

El título que encabeza estas líneas corresponde a unos versos de una conocida canción montañera, pues, en víspera de vacaciones, uno prefiere eludir los comentarios estrictos sobre política (sin olvidarme del próximo compromiso con la urna) y, por supuesto, sobre los cotilleos de la prensa del corazón, tan machacona últimamente sobre cierto desposorio que me es del todo indiferente.

Así pues, prefiero soñar con montañas, en mi caso concreto, con las sierras de Gredos y de Béjar; espero que este sueño pueda convertirse en realidad en las próximas semanas, dentro de mis algo mermadas posibilidades… Cuando se ha adquirido ese gusanillo en etapas previas de la vida, es difícil desprenderse de él; mi amigo César Pérez de Tudela lo achaca a unos geniecillos que están ocultos entre bosques y rocas, y que te han encantado con sus tonadas apenas perceptibles para otros.

No obstante, se me ocurre que, en los últimos tiempos y de acuerdo con la mentalidad postmoderna, ha decaído la práctica del montañismo entre los más jóvenes, aunque me alegraría estar equivocado al respecto. Si mi sospecha es real, acaso haya que buscar las causas profundas en el ocaso de cualquier pedagogía que incida en el esfuerzo y en la voluntad como vías insustituibles para alcanzar horizontes apetecibles, cuando la tónica general es esperar a que te lo den todo hecho, ya que las administraciones (tanto educativas como todas las restantes) velan por ti.

El símil está servido: las altas cimas, los lugares recónditos, los parajes más bellos, los panoramas más sublimes, solo se pueden alcanzar con ahínco, sudando o pasando frío, llevando sobre los hombros el macuto de nuestras necesidades materiales, cultuales y espirituales, sin cargar con las añadiduras de lo superfluo o de lo inútil, por mucho que te hayan vendido el producto.

Todas las pedagogías que han sostenido este parangón entre la vida y la naturaleza, sin caer en ese ecologismo radical del culto a la Pachamama, han incidido en el valor del excursionismo y el montañismo en niños y jóvenes. Posiblemente, uno de los pioneros fue don Francisco Giner de los Ríos, que llevaba a los alumnos a la sierra madrileña como parte importante del programa de su Institución Libre de Enseñanza, que incluía textualmente «…juego corporal al aire libre; larga y frecuente intimidad con la naturaleza (…), la marcha por el campo y la montaña…»; y, como dijo el catedrático Reginal Brown sobre esta experiencia histórica, «lo más revolucionario fueron las excursiones instructivas y las colonias de vacaciones, por la razón de que querían demostrar que la escuela realmente vive fuera de las murallas del edificio escolar».

Cronológicamente, siguieron a estas primeras experiencias los Exploradores de España, adaptación a nuestros lares del escultismo fundado por Sir Baden-Powell, y, finalizada la guerra civil, el Frente de Juventudes, con sus escuelas y centurias de montañeros en diversas provincias, que representó de hecho una democratización del montañismo, con acceso a todas las clases sociales y, especialmente, sin exclusión de procedencias ideológicas familiares. Siempre me ha llamado la atención una cierta continuidad, en esta línea y desde diferentes perspectivas ideológicas, entre estas instituciones mencionadas; como para muestra un botón, nada mejor que reflexionar sobre los versos finales del poema que dedicó Antonio Machado a don Giner, y que podrían ser suscritos de forma entusiasta por todos los instructores de jóvenes montañeros de esos tiempos: «Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España».

Volviendo a mi sospecha, he observado que los grupos de montañeros con los que coincido en mis ya espaciadas actividades de esta índole coinciden con mi edad casi provecta, sin descartar por ello algunos jóvenes (¡qué envidia!) que están al pie del cañón, del sendero o de la pedrera.

Ha menguado, asimismo, el asociacionismo infantil y juvenil, reducido en muchos casos a una actividad más sedentaria entre las paredes de una casa de colonias, con juegos y actividades que irremediablemente reproducen las que los niños han llevado a cabo durante el curso en sus aulas escolares o en las actividades complementarias de estas; no es extraño encontrar propaganda de «campamentos de idiomas» o (¡válgame Dios!) «campamentos urbanos», lo que constituye un evidente oxímoron.

Entiendo que gran parte de culpa la tiene la intrincada legislación en materia de tiempo libre infantil y juvenil de las diferentes administraciones autonómicas, que, con la coartada de la seguridad o acaso para prevenir casos de la cultura de la denuncia, llevan al paroxismo las disposiciones coactivas, más que preventivas, sobre las posibilidades de disfrute en la naturaleza; la figura del monitor, jefe o mando –según el argot de cada asociación– queda supeditada a un coordinador de riesgos, que debe vigilar, por ejemplo, que los niños no se tiren piñas unos a otros… Para más inri, cada autonomía tiene su propia legislación y controles, por lo que se hace difícil la convivencia entre diferentes procedencias regionales.

Creo que me he ido por las ramas llevado por el entusiasmo de la montaña y de la naturaleza; puede ser un buen colofón completar los versos de la canción que daba título al artículo: «atrás quedan los valles del odio y del rencor; arriba las montañas, que son nuestra ilusión», lo cual tarareo, aún en mi ciudad, sobre todo al contemplar el panorama preelectoral durante el que escribo.




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