Las aulas de mis nietos
¿Cuántas reformas educativas llevamos a cuestas desde la Transición? Cada gobierno se ha declarado beligerante contra la reforma introducida por el gobierno anterior.
Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid (26/DIC/2023). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Puede que este artículo sea inapropiado para la fecha, y en plenas vacaciones escolares; o quizás extraño para quien lleva diez años (¡cómo pasa el tiempo!) como jubilado, pero que no deja de sentir cierta añoranza del aula, ya que la vocación se lleva dentro a lo largo de toda la vida. La cuestión es que, hace pocos días, conversaba con antiguos compañeros y sacaba la conclusión de que, si Larra había dicho que escribir en España es llorar, ahora se puede decir también que enseñar en esta España es un perpetuo lamento.
Ya hemos conocido todos los resultados –catastróficos– del último Informe PISA y no hace falta repetirlos; las autoridades de las administraciones educativas, tanto estatales como autonómicas, han echado balones fuera y tratado de disimular el desastre con excusas peregrinas; la más llamativa, en Cataluña concretamente, ha sido la de echar las culpas a la presencia de alumnos inmigrantes, en claro rasgo de supremacismo y xenofobia.
Busquemos otras razones de más consistencia; por ejemplo, ¿cuántas reformas educativas llevamos a cuestas desde la Transición? Hago gracia al lector de no enumerar las sopas de letras correspondientes a las siglas de cada una, esas que han constituido textos legales farragosos echados sobre los hombros de los docentes, los equipos directivos, los alumnos y sus familias. Tampoco se me va a ocurrir recurrir al tópico de un futuro y deseable pacto educativo entre los partidos que se reparten el pastel, porque resulta a todas luces utópico, y valga la redundancia. Lo cierto es que cada ministro del ramo de la Educación ha puesto sus zarpas –quiero decir, sus ingeniosidades– sobre el tipo de enseñanza que se debería impartir a los ciudadanos del mañana; a su vez, cada gobierno en el que estaban esos ministros se ha declarado beligerante contra la reforma introducida por el gobierno anterior.
A todo esto, nadie ha atendido al viejo chascarrillo orsiano: los experimentos se hacen con gaseosa, y de este modo se han ido ensayando supuestas panaceas educativas, caracterizadas todas ellas por unas características comunes: lenguaje que pretendía ser novedoso y era, en realidad, esotérico, integrado por neologismos insufribles; apuesta por el divertimento del alumno y aparcamiento o negación casi absoluta del esfuerzo; horror a las calificaciones negativas justamente merecidas; homogeneización e igualitarismo a la baja; menosprecio a la transmisión de una cultura heredada; reinado de la emotividad frente a la reflexión intelectual; buenismo a ultranza, que se ha manifestado, sobre todo, en una meliflua educación en valores; anulación casi absoluta de las materias humanísticas y fanatismo ciego por los medios tecnológicos; horror frente al espíritu de superación y a la competitividad; exclusión de la Norma (con mayúscula) y de la auctoritas del profesor, convertido a medio camino en ser un colega del alumno o en un coach, en el mejor de los casos; abuso del bálsamo de Fierabrás de la creatividad…; y, eso sí, introducción a machamartillo de la ideología woke por los gabinetes de la izquierda, con tolerancia absoluta por los de derecha.
Desde mediados del siglo pasado, las improntas pedagógicas, supuestamente señeras, han ido pasando del conductismo al constructivismo (¡esa necedad del aprender a aprender, por ejemplo!) y, ahora, al economicismo educativo, en el que el alumno queda reducido a la condición de cliente. Resumiendo: en todo esto, el espectro del impresentable Juan Jacobo Rousseau ha planeado sobre la educación de los niños españoles, pues, al parecer, su sombra es más que alargada; añadamos la sospecha –confirmada en muchos casos– de que esos pedagogos a la violeta no ha pisado un aula en su vida y posiblemente nunca han visto a un niño o a una niña de carne y hueso.
Para alejar sospechas, echan la culpa del desastre, en primer lugar, a los profesores, que se resisten a aplicar de hoz y de coz sus novedosas teorías, y constituyen en realidad un colectivo colonizado, amén de ser su tarea una profesión de riesgo, expuesta a menosprecios, denuncias e incluso agresiones; otras veces, los presuntos culpables son las familias, especialmente las que echan en falta los deberes en casa, ya que, con ello, agrandan la brecha social y se muestran decididos partidarios de la infame meritocracia; como se ha dicho, en las comunidades autónomas más díscolas, los culpables son los inmigrantes, especialmente los hispanos, que chocan de frente con la inmersión lingüística; estos días hemos escuchado las diatribas contra la comisión de la Unión Europea que trataba de ver de cerca las bondades del sistema impuesto por el caciquismo separatista…
La lista de carencias y de absurdos en la educación española podría llenar varios tomos, y alguno se ha escrito ya poniendo los puntos sobre las íes. Nosotros añadiremos que, sobre todo, falta el sentido común, que, como dice el adagio popular, es el menos común de los sentidos, especialmente entre la clase política y, más en concreto, entre aquellos a quienes se encomienda el Ministerio de Educación.
Existe también la sospecha –también es vox populi– de que cuanto más ignorante es un pueblo más sencillo resulta gobernarlo. Una cita antológica al respecto es la del filósofo y profesor de a pie Gregorio Luri: «Los padres tienen hijos, no alumnos; los maestros tienen alumnos, no hijos, y la sociedad tiene ciudadanos, no súbditos»; me temo que la esperanza de los políticos que nos gobiernan es convertir a España en una nación de súbditos, y a mi fe que lo están logrando con creces.
Cuando estos días de Navidad vea a mis nietos (aún no sufridores del sistema educativo por su corta edad), no dejaré de elevar al Cielo el ferviente deseo de que, a medida que vayan creciendo, se puedan encontrar con otro tipo de educación, condición indispensable para que convivan en una sociedad mejor, más culta, más justa y más libre que la que se están encontrando ahora los actuales moradores de las aulas.