Son mis compatriotas de 'allá'.
Todos esos inmigrantes –criollos, mestizos, mulatos, negros…¿qué más dará?– son mis compatriotas, más incluso que esos españoles que se niegan a serlo al haber sido el objetivo de la pandemia nacionalista; son hispanos, muy parecidos a nosotros.
Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid (16/ENE/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Ahora que Puigdemont parece que ha logrado de Sánchez, como enésima concesión, el control de los flujos migratorios en Cataluña, seguro que lo tienen mal; me refiero a los hispanoamericanos que vienen acá, sea en busca de mejores condiciones de vida y trabajo, sea huyendo de las dictaduras comunistas, sea enviados por Biden para aliviar la presión en sus fronteras, merced a la prodigalidad y sumisión de nuestro Ejecutivo.
No descarto que entre los que han venido, arriban a diario y llegarán en el futuro se oculten indeseables de todo tipo, integrantes de maras, delincuentes de diversos quehaceres, esbirros de los cárteles de narcos o simples descuideros, pero de esa fauna también abundan ejemplares nativos o de otras procedencias geográficas y étnicas, y, en medio de la mundialización vigente, viene a ser inevitable.
No obstante, en lo general por lo que conozco en cuanto a in inmigrantes hispanos (¡por favor, no latinos, pues, que yo sepa, las legiones de Julio César no se desplegaron por América ni allí se habla latín!) abunda lo sano, incluso con ventaja en comparación con lo autóctono, cada día más inficionado por la Ideología woke, por la deriva sociológica de la puerca política que nos rige, por la carencia de valores y por el individualismo relativista del neocapitalismo occidental. Son mis compatriotas de allá.
Veo a diario familias honradas que se afanan por llegar a final de mes, como las españolas que no cuentan con un político o con un asesor entre sus componentes; veo a jóvenes que trabajan de sol a sol, ya en humildes oficios, ya en colmados de barrio o fruterías o como sencillos asalariados, a veces con contratos leoninos o sin ellos. Son, por supuesto, mis compatriotas de allá.
Conozco a varios sacerdotes que sirven al Altar en parroquias despobladas del clero local, pues nuestros seminarios están casi vacíos por la inacción de algunos ordinarios o, sencillamente, por la preponderancia social del laicismo; he escuchado con agrado las homilías de estos curas, con acentos de más allá del océano, que, en lugar de derivar en mítines de cariz político, predican claramente la fe en Jesucristo y en su Iglesia, tan escorada hoy en banderías absurdas; me agrada acudir al confesionario y que me ofrezcan el perdón de Dios con dejes mexicanos o caribeños; he escuchado en algunos monasterios y conventos acentos de alabanza en dulces voces muy de monjitas o novicias hispanas, y me reconforta también que sean sus manos las que elaboran las delicias de pastelería que me ofrecen. Todo ello me reafirma en que estamos viviendo una Segunda Evangelización, esta vez en sentido geográfico distinto de la primera, pues España –y Europa entera– es ahora tierra de misión. En otro sentido, incluso he encontrado la docta presencia y atención de médicos cubanos o venezolanos, expertos en tratar mis inevitables achaques. Son, por lo tanto, mis compatriotas de allá.
Me duele Hispanoamérica, tanto como me duelen España y Europa entera; me duele, especialmente en estos momentos, Ecuador, inmersa en una guerra civil por acción del narcotráfico, pues allí existe una sociedad minada por el delito, acaso de forma premonitoria con respecto a España, que, por otro lado, dicen que también camina hacia formas de gobierno bolivarianas… Me duelen Colombia, Perú, Chile…, y me preocupa Argentina, que quizás ha salido del fuego para caer en las brasas globalizadoras y neocolonialistas.
Me disgusta, sin embargo, que muchos de nuestros inmigrantes hispanos se hayan dejado llevar por una tonta yanquilización, y hayan adoptado, por moda, nombres exóticos, procedentes de las factorías de Disney o de Hollywood, en muestra de que ese pueblo alegre del norte sigue dominando a los veinte pueblos tristes del sur, en expresión de Rubén Darío, sin que, por ahora, surjan los cachorros del león español; no se dan cuenta esos pueblos –mis compatriotas del otro lado del charco– que formamos parte de una misma ecúmene –como dice el filósofo Alberto Buela– y no países de experimentación globalizadora.
Todos esos inmigrantes –criollos, mestizos, mulatos, negros…¿qué más dará?– son mis compatriotas, más incluso que esos españoles que se niegan a serlo al haber sido el objetivo de la pandemia nacionalista; son hispanos, muy parecidos a nosotros, los españoles de nacionalidad pero ya sin vocación atlántica, en lo bueno y en lo malo; quizás más en lo bueno en lo tocante a educación, cortesía y buenas maneras, y muchas veces dotados de un idioma español más culto y más rico en expresiones, signo inequívoco de que aún no han sido alcanzados por nuestras constantes reformas educativas.
Había empezado este artículo refiriéndome en concreto a Cataluña y afirmando que, con la nueva entrega de Sánchez al separatismo, pueden los hispanos tenerlo mal; en efecto, ya es conocida la preferencia de la Generalidad para primar siempre la afluencia de inmigrantes de origen islámico frente a mis compatriotas de allá, quizás porque aquellos –en la teoría siempre– pueden ser más dúctiles (¿) a la hora de enarbolar esteladas en las manifestaciones o de aceptar –también en la teoría– las inmersiones lingüísticas decretadas; a cambio, claro, de levantar mezquitas subvencionadas por doquier y de que los políticos catalanistas les feliciten por el Ramadán, cosa que no hacen con nosotros, los cristianos, ni por Navidad ni por la Pascua de Resurrección, por cierto.
Veremos también, con los años, si en el tremendo déficit demográfico español –y, más en concreto, el catalán– prevalecen las familias de uno o de otro origen. El tiempo lo dirá. Nos jugamos el futuro de nuestros descendientes…