Hacia un nuevo feudalismo
Las voces más agoreras afirman que, con esta Segunda Transición que ha comenzado y nadie sabe cómo ha sido, vamos directos a una III República, nada que ver, por supuesto, con aquella que preconizaba Salvador de Madariaga en su Anarquía o Jerarquía, sino como continuación, pura y simple, de la que nació el febrero de 1936, verdadero golpe de Estado contra la de abril del 31.
No estoy tan seguro de esta deriva republicana de inmediato, por más que fuera el sonsonete en los mítines del PSOE en la Primera Transición (España mañana será republicana, ¿recuerdan?) y por más que esté en el ADN de las chicas (y chicos) podemitas. Hacia donde caminamos, de manera indefectible, es hacia un neofeudalismo, dotado de los ingredientes más aborrecibles de aquel que comenzaron a hacer polvo los Reyes Católicos. Me explicaré.
El disparatado nación de naciones del sanchismo y la orientación, no menos absurda, del Estado de las Autonomías aboca, no a un Estado Federal –ahora preconizado por el PSC en busca de su anhelado tripartito en Cataluña–, sino a una suerte de confederalismo, tampoco asimilable al modelo Suizo, donde tan bien les funciona.
No hace falta grandes estudios de Derecho Constitucional para señalar las diferencias abismales entre lo federal y lo confederal: aquel se establece con la previa de que existe una sola nación organizado en Estados, sometidos, claro está, al nacional o central; el modelo confederal presupone la existencia de varias naciones con sus respectivos Estados que pactan un concierto de coexistir juntos, pacto revisable por decisión de cualquiera de las partes contratantes.
La cabeza, puramente simbólica, de ese acuerdo de Estados soberanos puede ser una Monarquía, a imagen y semejanza de las medievales, a las que tan poco caso se hacía; en el caso de España, por razones obvias, esa monarquía tendría fecha de caducidad, y ahí coincide mi planteamiento y la de los sedicentes republicanos.
Estos Estados firmantes del acuerdo de coexistencia –que no de convivencia–, a su vez, están en manos de oligarquías territoriales, con sus redes de clientelismo; a poco que se observe, esta es ya la situación actual de las Autonomías, especialmente de aquellas en que predomina el nacionalismo como motor ideológico y señuelo para las multitudes.
Las oligarquías –ahora ya no integradas por casas de nobleza blasonada, sino por la alta burguesía– tienen establecidos otros pactos o acuerdos con oligarcas locales o municipales.
Las siglas de los diferentes partidos políticos no son más que cebos que se lanzan ante cada anuncio de elecciones (como las que se anuncian ahora en el País Vaco y el Cataluña); no importa qué siglas prevalezcan en el escrutinio, pues seguro que todas ellas responderán a los mismos criterios nacionalistas, y ya se cuidarán de establecer pactos de no agresión, aunque de cara a la galería simulen sonoras discrepancias.
La pirámide feudal ya funciona a sabor con el actual estado de cosas, y solo falta institucionalizarla en la cumbre y de manera legal –como aquel de la ley a ley que encandiló a los españoles–; ello se llevará a cabo mediante sucesivas reformas constitucionales, que dejen la Carta Magna del 78, la Nicolasa, totalmente irreconocible, más o menos como hizo Fernando VII con la Pepa.
A diferencia del lejano feudalismo medieval, el delito de felonía –infidelidad al señor natural– quedará abolido de antemano, pues los intereses de cada oligarquía son los que, a la postre, van a predominar: por algo ellas han sido y son las beneficiarias y las preconizadoras, en la sombra, de la Segunda Transición.
Naturalmente, la posibilidad de movimientos de población de un señor feudal a otro quedará mermada, pues las leyes de cada territorio serán diferentes (más o menos como ahora) y, especialmente, con las transferencias de Hacienda y de las Pensiones, objetivo a corto plazo que no sabemos si figura ya en las mesas de acuerdo secretas entre el presidente Sánchez y los separatistas.
Nada de unas Fuerzas Armadas nacionales, o reales, como sugiere algún cándido comentarista de ABC, sino que la seguridad armada dependerá de cada feudo, a modo de modernas mesnadas señoriales.
Solo queda añadir que el papel de los siervos de la gleba corresponderá inequívocamente a los inmigrantes, ya en este momento mano de obra barata y aparentemente dócil.
A lo mejor estas previsiones de mi cosecha propia proceden de que he tenido un mal sueño. Ojalá. O, quizás, de que acostumbro a leer entre líneas los mensajes de los políticos.
Lo seguro es que, de cumplirse, ya nos podemos despedir del Concepto y de la realidad de España, por lo menos hasta que surjan unos nuevos Isabel y Fernando.