La ignorancia como agravante
En esta mediocridad política manifiesta, unida a uso y abuso de la demagogia, está el origen de la ignorancia presente en una cierta parte de los ciudadanos.
Publicado en la revista El Mentidero de la Villa de Madrid (11/JUN/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Por supuesto que no me voy a referir a la ignorancia invencible, esto es, aquella que muestran algunas personas cuyo percentil cae por debajo de la media ni las que, desgraciadamente, no han tenido oportunidad de mejorar su instrucción y permanecen en un nivel de conocimientos escasamente elemental. Y tampoco –Dios me libre de echar leña al fuego de la discordia y el frentismo– reiterando en estas líneas la mediocridad de los políticos al uso, que bastante pena tienen ellos y sus electores para que encima nos encarnicemos con sus estupideces.
Es necesario, sin embargo, hacer una salvedad en este punto: en esta mediocridad política manifiesta, unida a uso y abuso de la demagogia, está el origen de la ignorancia presente en una cierta parte de los ciudadanos, esos que se limitan a repetir los eslóganes y consignas de los partidos, ya convertidos en latiguillos, lugares comunes, tópicos o falsedades; habría que explicar que el pensamiento crítico ha desaparecido o tiende a desaparecer en ámbitos extensos de la sociedad española. No obstante, este pensamiento crítico no suele caerse de la pluma ni de la dogmática de los gurús de la Innovación Pedagógica, sin tener en cuenta, como afirma Gregorio Luri, que «sin instrucción no hay pensamiento crítico (…). La crítica sin rigor tiene mucho de capricho», pues «la mejor manera de disponer de un pensamiento crítico es esforzarse por ejercitar el pensamiento riguroso».
El nivel de esa instrucción o Enseñanza ha caído en picado en nuestras aulas y se han ido eliminando de los currículos educativos las materias que, o bien obligan a pensar, como la Filosofía, o bien promueven el conocimiento de nuestro pasado, como la Historia; las Humanidades están a la baja; incluso, se van menospreciando aquellos elementos instrumentales que inciden en la comprensión y expresión de las ideas, como la Gramática, la Sintaxis y la Ortografía, como se ha podido comprobar en las instrucciones dadas en Cataluña en concreto para evaluar las pruebas de Selectividad. En todo caso –dicen– se trataría de «contenidos culturales poco relevantes». Hay quienes sostienen que todo obedece a una estrategia para disponer de poblaciones más sumisas, compuestas por los que denomino ignorantes vocacionales, para distinguirlos de los expuestos al principio.
Hablamos del ignorante vocacional, es decir, el que, además de ser privado del acceso a la cultura por decisiones institucionales, hace gala de ello y se considera suficientemente informado sin el menor deseo de formarse; en consecuencia, hace ostentación de su escaso o nulo repertorio de base cultural y utiliza profusamente descalificaciones inflexibles ante lo que le sorprende, desconoce o contra dice; no se apean de su boca los terribles apelativos de fascista, homófobo, racista, supremacista o, en el caso de las chicas introducidas en el ambiente woke, heteropatriarcal.
Por ejemplo, en el último show protagonizado por el supuesto cómico Javier Caravaca, al hacer frente (es un decir) a un padre indignado por la odiosa y burda manipulación pedófila acerca de su hijo por parte del mencionado humorista, se ha podido comprobar, a poco que se atienda a las tertulias televisivas, esa abundancia de adjetivación peyorativa por parte de los expertos, incluyendo, por supuesto, los aspavientos de horror ante la violencia y la apelación a la suprema virtud de la tolerancia.
(Piensen los lectores en su interior –el pensamiento no delinque– cuál hubiera sido su reacción en caso semejante; por mi parte, aun siendo de natural pacífico a ultranza, supongo que no me hubiera conformado con el par de guantazos que se vieron ante las cámaras escandalizadas).
Pero me estoy apartando del tema central… El ignorante vocacional no apela a su condición inconfundible, ni hace propósito de enmienda alguno, y siente en su interior, gozosamente, aquella condición que Ortega asignaba al hombre-masa: no sentirse diferente de los demás. Ni siquiera recurre –por desconocimiento– a la tesis de Carl Schmitt de que lo propio de una opción política no son las ideas que se defienden, sino la clasificación del otro como amigo o enemigo; a nuestro ignorante la basta con lo que ha escuchado y de esta manera no duda en la desautorización absoluta o demonización a quien le lleve la contraria, usando de los tópicos más arriba citados.
Como ya expliqué una vez en estas páginas, suele ser contundente y desconcertante para el ignorante vocacional una respuesta, a la vez inocua y profunda: mientras no me llames lo que eres tú…
Nuestro ignorante vocacional es, evidentemente, carne de urna, dicho sea con el menor menosprecio hacia el noble arte de depositar un voto ciudadano en cada comicio que se convoque; quiero decir que acude al colegio electoral como quien va a una cruzada contra el infiel, y mira de soslayo a otros ciudadanos como si quisiera adivinar en ellos las opciones contrarias a la suya.
Para finalizar, añadamos que el ignorante vocacional suele abundar mucho más en los territorios tocados de nacionalismos soberanistas; allí pone en valor (como dicen los modernos) sus filias y sus fobias, ajenas a cualquier conocimiento de la realidad y pletóricas de visceralidad. Se trata, por supuesto, de un auténtico diálogo de sordos cualquier intento de razonar con él.