'La ley de cada día'
Publicado en el Nº 311 de 'Desde la Puerta del Sol', 25 de mayo de 2020.
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'La ley de cada día'
No habrá más voluntad que la suya, de la que emana la ley. Y la ley será voluble, como su fantasía. Todos los ciudadanos tienen la obligación de averiguar cada mañana cuál es la ley del día, bien entendido que, si alguna vez no se les comunicare, se entenderá que sigue la misma del día anterior.
No, no se me asusten, por Dios, que el párrafo que antecede no ha salido (aún) en el BOE, en referencia a la suprema voluntad de Pedro Sánchez, de su gobierno y de sus allegados, sino que está entresacado de una novela que creo que ya mencioné en uno de estos artículos semanales.
Se trata de Fragmentos de Apocalipsis (¡qué titulo mas actual!), de Gonzalo Torrente Ballester, autor por el que tengo una especial predilección, quizás porque me entusiasmó a mis doce añitos aquel Aprendiz de hombre, libro de texto de Educación Social y Política para 2º de bachillerato, editado por Doncel y declarado texto obligatorio de la asignatura por la Delegación Nacional de Juventudes.
El Fragmentos… es una obra extraña, con argumentos superpuestos (como la composición de la coalición gubernamental) y perspectivas dispares, que mezcla lo onírico, lo real y la ficción del narrador, sin aparente orden y concierto (también como el gobierno), con toques de esperpento valleinclanesco (ídem) y, eso sí, genialmente escrito (en eso no tiene similitud ninguna con la política actual).
Uno de los argumentos que se barajan en la novela trata de una extraña invasión vikinga en el siglo XX, con la actuación del rey Olaf Olafson, arbitrario y déspota (siguen las analogías), que dicta cada mañana una norma distinta, según su humor; así, un día los ciudadanos deben circular mirando al cielo; otro, al suelo; algunos días, andar hacia atrás o sobre las manos; los caprichos de Olaf se extienden a aspectos íntimos de naturaleza sexual, que no voy a detallar por pudor y para que no sirvan de inspiración a los señores Illa y Simón.
No he podido menos que acordarme de estos pasajes de la novela cuando intento desbriznar las sucesivas instrucciones, órdenes y contraórdenes de las diletantes autoridades que nos gobiernan en torno a la pandemia del coronavirus.
Son un reflejo, aplicado a lo sanitario, de las cambiantes opiniones y medidas, de los constantes silencios y rectificaciones, de este Ejecutivo, desde aquel anuncio a bombo y platillo del insomnio que el presidente y todos los españoles padecerían si Iglesias entraba en el gobierno, hasta el reciente pacto con Bildu para derogar la reforma laboral, cuando Sánchez había repetido, hasta cinco o veinte veces (sic) que nunca tendría lugar un acuerdo con la formación proetarra.
Ya en referencia concreta al Covid 19, lo penúltimo es la obligatoriedad del uso de las mascarillas; hasta hace muy poco, quedaban como recomendables y, en otro momento, parecía que eran del todo punto inútiles. Menos mal que el señor Simón ha especificado que no serán exigibles en la práctica deportiva, pues me veía obligado, en cada madrugón, a ir provisto del antipático artefacto y, en consecuencia, ahogándome en mi esfuerzo al practicar el running.
Las mascarillas me son profundamente aborrecibles. Y molestas por añadidura. Entre otras cosas, porque me impiden contemplar las caras bonitas y porque nos dan la impresión a todos de ser forajidos de película del Oeste. Pero que quede claro que cumpliré la ley, a fuer de ciudadano responsable, obediente y atento a que ningún agente de la autoridad me clave una multa. No obstante, permítanme el desahogo.
Lo mismo me ocurre, en cuanto a estupefacción y confusionismo, con respecto a los horarios en que me está permitido pasear con mi esposa, ahora llamada conviviente; ídem de lienzo con relación a estar en la fase 0, la fase 0,25 o 0,50…, o, por fin, cuándo demonios me será permitido volver a salir a la montaña o desplazarme a cualquier lugar de España que se me antoje de cara al verano.
Esperemos pacientemente a la ley de cada día, la que dicta, a modo de ucase zarista, el telepredicador del presidente y su comité de expertos, cuyos nombres siguen estando en el anonimato; también es inevitable que estos desconocidos me recuerden aquel dictamen médico de la zarzuela El Rey que rabió: El perro está rabioso…o no lo está.
En todo caso, como fiel cumplidor de lo que consta en el BOE, me permito opinar que se podría haber impuesto el uso de las mascarillas en aquel festejo multitudinario feminista de Madrid y en el aquelarre separatista de Perpiñán. Nos habríamos ahorrado muchos disgustos.