La siembra del odio
...que suele ser transmitida, ya no por los padres sino por una generación a punto de caducar, mayoritariamente educada en las sacristías -me resisto a decir iglesias-.
Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 800 (19/SEP/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.
No estuve en Cataluña el 11 de septiembre; y no es por desacato a la historia, pues, entre otras cosas, reconozco en la figura de Rafael de Casanovas a un gran patriota español, sino por la burda falsificación que hace de la efemérides el nacionalismo catalanista, ese que va a permitir ⎼si Dios no lo remedia⎼ un nuevo gobierno Frankenstein a cambio de muchas ilegalidades. Por otra parte, me queda muy lejana la Guerra de Sucesión (que no de Secesión, por favor) y siempre había apostado por celebrar la diada el Día de las Rosas y el Libro (belleza y cultura), es decir, Sant Jordi, en versión vernácula, en el que se anuncia la primavera, aunque sea la estacional y no la política.
Pero un par de días anteriores a la de la tergiversada fecha histórica, fui testigo involuntario de una de las razones por las que aún persisten esteladas (aunque pocas) en los balcones y los autocares, sufragados por fondos públicos, por cierto, llegan a mi ciudad para descargar multitudes de fieles, convocados por la ANC, por el Ómnium y por la infinita gama de los partidos separatistas que van a otorgar el presunto voto de investidura a Sánchez. Aviso que se trata de una vulgar anécdota ciudadana, de cuyo simbolismo no cabe dudar.
En una céntrica calle, con viandantes en busca del aperitivo sabatino y renuentes de las aceras castigadas por el sol, una anciana con bastón, ataviada a lo progre, asesoraba a su nieta, de unos diez años; me fue dado escuchar de pasada sus airadas palabras en catalán a la niña: ¡Nada de españoles! ¡Solo somos catalanes!. El resto del mitin, que no conversación, preferí no escucharlo, ni ganas, pues la cría solo miraba a su repelente abuela con ojos como platos, y no era cuestión de entrometerme en el ámbito llamémoslo familiar. Los comentarios, en voz más alta de la habitual, sí fueron por parte de mi esposa, generalmente plácida, pero no es cuestión de transcribirlos aquí.
Me imagino que la anciana en cuestión formaba parte de la grey que acude al mercado con un lazo amarillo en su carrito de la compra y dentro de poco engrosará la primera fila de las masas que acudirán a recibir a Puigdemont en triunfo cuando entre en Barcelona, amnistiado por el presidente del Gobierno español, con la promesa de un nuevo referéndum de autodeterminación bajo el brazo.
Se trata, ni más ni menos, que de la Siembra del Odio, que constituye el verdadero leit motiv de todo secesionismo, ese que amenaza, no solo a España, sino a muchas naciones de la ciega y sorda U.E. Siembra de odio que suele ser transmitida, ya no por los padres (posiblemente, en este caso, ausentes por el puente del 11 de septiembre y que habían colocado a la niña bajo la tutela canguril de los abuelos), sino por una generación a punto de caducar, mayoritariamente educada en las sacristías ⎼me resisto a decir iglesias⎼, y ferviente adoradora de aquel promotor del procés, que fue declarado -no lo olvidemos- español del año por el diario ABC y que tan buenas migas hacía con las altas esferas políticas y económicas en Madrit.
Quizás lloviera sobre mojado en el caso de la pobre niña, pues quizás en su aula ya hubiera escuchado sentencias similares a las de su abuela, con versiones bastardas de qué se conmemoraba en la fecha; quizás en sus libros de texto (si es que los tiene) se contengan aberraciones históricas de gran calibre, destinadas a envenenar generaciones y a proseguir un relato que siga inficionando a la sociedad catalana.
¿Cómo se puede luchar contra el odio? Desde una óptica religiosa, se me dirá piadosamente que con el amor, su mejor antídoto, pero me asalta la terrible duda de si en las trastiendas de las sacristías mencionadas se es capaz de poner el Evangelio por encima del fabulario de la Cataluña irredenta; recientemente, hemos visto las imágenes del abad de Montserrat como guardia de corps espiritual de la tenida de presidents de la Generalidad, entre ellos, claro, el fugado de Waterloo, con la excusa de un homenaje a Pau Casal.
También se me puede argüir que ese odio irracional se vence con la verdad, pero estamos hablando, en todo caso, de largo plazo, pues lo inminente es que ese odio prevalezca con los plácemes de la clase política española. Mi admirado Aquilino Duque, al que cité como gran poeta el otro día, dice sabiamente en su Cataluña crítica que «es lógico y natural que los partidos políticos pongan el sistema al que deben su existencia por delante del hecho nacional, de ahí que pedirles un pacto de Estado para salvar a España sea pedir peras al olmo».
Por lo tanto, descender del terreno religioso o filosófico al de la política actual es tarea ímproba y me fallan las fuerzas. Confío, eso sí, en muchos de mis compatriotas, catalanes o no; descarto de antemano a los que están obnubilados por los medios, por los que centran su interés en las serpientes de verano de las que les hablaba recientemente, y a los que, como la dulce abuelita de mi anécdota se mantienen en el absurdo separatismo o los que, por sus actitudes y palabras, son abiertamente separadores.
Por cierto, ¿no se le ha ocurrido al PP que el lema de una convocatoria para manifestarse no puede ser exclusivamente negativo (contra la amnistía)? ¿No sería más constructivo convocar, además, a favor de la unidad de España?
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