¿Regeneración de la democracia?
Apostaría por hacer real la democracia, y, para ello, habría que dar cabida a la representación de la sociedad organizada (que no es otra cosa el Estado).
Publicado en la revista El Mentidero de la Villa de Madrid (14/MAY/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Cuando el presidente del Gobierno finalizó sus ejercicios espirituales y compareció, como hombre nuevo ante la opinión pública, escuché de sus labios su magno propósito de una regeneración democrática, lo que procedía, sin duda, de una inspiración ultraterrena y de sus profundas meditaciones de unos pocos días.
No obstante, sus palabras posteriores lanzaron un turbio y sospechoso velo sobre tan nobles propósitos iniciales, pues se correspondían con una larga trayectoria anterior, que se confirmaba ahora con visos de amenaza para los disconformes; se podrían sintetizar en el verbo amordazar. Nada nuevo bajo el sol.
Pero un servidor, atento al primer sintagma regenerador, se quedó con la copla y, sin renunciar a las aspiraciones del enunciado, apunta algunas sugerencias al respecto, espera que sin caer en ninguna forma de alegalidad, barrunto de fachosfera o negación de la mayor al señor presiente, pues nacen de un profundo deseo de, efectivamente, regenerar. Para ello, parto del puro concepto de democracia, que, para ser auténtico, lleva implicado un carácter dinámico.
Así lo afirma, por ejemplo, el catedrático de Derecho procesal de la Universidad de Sevilla, José de los Santos Martín Ostos, en su libro La participación del pueblo en el Estado: «La democracia no es un concepto estático que no admita sucesivos cambios y transformaciones, sino que, por su propia naturaleza, está necesitada de continuos avances y mejoras; es un ideal a perseguir, no una situación consolidada»; y, ya en este punto, creo que voy a discrepar, tanto de los propósitos presumibles del señor Sánchez como de la beatería constitucionalista al uso.
Doy por supuestos democráticos la libertad de expresión, la separación y equilibrio de poderes, pues nunca me creí aquello de «Montesquieu ha muerto» en lo referente a este punto (en otros, como en su malevolencia a España, puede descansar en su camposanto) y en el predominio de la ley, igual para todos.
Y, a partir de estas premisas, comienza mi discurso personal, o relato, como dicen los modernos. En primer lugar, podemos tratar del origen de las leyes, que, afectivamente, debe estar en una cámara representativa de la comunidad nacional; y al decir esto ya entro conscientemente en polémica, pues las nobles posaderas que se sienten en los escaños deben ser tales: representantes de la comunidad, y no de los partidos y de las camarillas que los presiden; pero dice la Constitución que «los miembros de las Cortes Generales no están ligados por el mandato imperativo» (art. 67.2), de forma que, en la práctica, los representados, nosotros, el pueblo llano, no podemos exigir responsabilidades a quienes hemos votado; en resumen: impera la disciplina de partido.
Y, si vamos al fondo del asunto, resulta que, por mor de la ley de partidos de 1977, anterior a la Constitución, nos encontramos de lleno sumidos en una partidocracia, que no es equivalente a una democracia; y estos partidos, subvencionados por el Estado, tienen además, su trastienda (grupos de presión ideológicos y económicos, sectas o poderes internacionales y globalistas).
Por otra parte, una verdadera regeneración implicaría que, entre los candidatos elegibles, destacaran las personas de más capacidad y méritos; defiendo, pues, con todas las letras, que una aristocracia otorgue fundamentación a la democracia, y nada más alejado de la realidad en estos momentos. No sería una mala aproximación a este ideal que las listas fueran abiertas, para que el personal eligiera a los más capaces.
Si nos referimos al desarrollo de la democracia, entraríamos en el espinoso tema, no solo de la legalidad, sino de la legitimidad; con ello, encontraríamos dificultades a la hora de justificar los cambios de opinión en función de los siete votos separatistas. Y, si aludimos a la finalidad del sistema democrático, estaríamos de acuerdo en que es el Bien Común, pero siempre suele equivaler al bien del partido y de sus trastiendas. Para ello, la política, aparte de ser el arte de gobernar, se ha convertido en la profesión permanente de los políticos, cuya mayoría no se ha acercado al tajo en su vida, cuando lo ideal sería que hermanáramos ese arte con la idea de servicio, tan desconocida ahora. Evidentemente, esos profesionales de la política precisan de un número creciente de asesores, cuyas partidas presupuestarias podrían ser más útiles para remediar numerosas necesidades sociales.
Finalmente, apostaría por hacer real la democracia, y, para ello, habría que dar cabida a la representación de la sociedad organizada (que no es otra cosa el Estado): representantes de los territorios (municipios, comarcas, regiones o comunidades autónomas), de los ámbitos económicos (cooperativas, sindicatos, gremios), del mundo de la cultura (universidades, colegios profesionales, academias) y del asociacionismo voluntario en general, cultural, deportivo, etc.; podrían, por lo menos, complementar (no digo suplir por no caer en anatemas) al ejercicio de los partidos políticos.
Con todo ello, empezaríamos a pasar acaso de una democracia artificial o formalista a una real o de contenido, que sí aseguraría una auténtica convivencia democrática; se evitaría seguramente el creciente descreimiento hacia el sistema y su desafección por parte de numerosos ciudadanos. Estaríamos en el camino de esa regeneración, pero no creo que eso coincida con las intenciones del señor Sánchez y de sus aliados.