Rehuir el fondo de la cuestión
24/ENE.- Nadie pone sobre el tapete el fondo de la cuestión, que es cuestionarse el aborto, sea desde planteamientos éticos o religiosos: es una ley democrática y basta...
Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 715 (24/ENE/2023), Ver portada El Mentidero. en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.
Comprobamos a diario que han dejado de tener validez social las categorías permanentes de razón, es decir, aquellas verdades que deben estar por encima de modas, opiniones e ideologías políticas. Este es uno de los fundamentos esenciales del liberalismo desde su nacimiento histórico, perfectamente asumido por el actual neoliberalismo: la voluntad general, interpretada como la voluntad de la mayoría, y esta concretada en los pactos electorales o poselectorales de los partidos políticos, impone sus criterios considerados como dogmas de los que, como tales, no es lícito discrepar, a riesgo de caer en el ostracismo y el repudio.
Si en la tiranías absolutistas del pasado remoto o en las dictaduras políticas más recientes, la voluntad del gobernante tenía valor de ley, en las democracias totalitarias del presente, esa supuesta voluntad colectiva, asumida inconscientemente, adopta la misma categoría y fuerza, y ello sin la menor necesidad de medios coactivos externos.
La existencia o no de esas verdades previas a cualquier discurso, relato o metarrelato fue el fondo de la discrepancia fundamental entre Habermas y Ratzinger, en el debate entre ambos intelectuales en la Academia Católica de Baviera en 2004; el primero sostenía, en sus teorías de la «ética del dialogo o discursiva» y de la «razón práctica» que debían ser sustituidos los planteamientos metafísicos o religiosos por un «derecho secularizado», es decir, que un Estado moderno podía legitimar de forma autosuficiente sus planteamientos, medidas y leyes, exigiendo solo un mínimo de «virtudes políticas», y esta era la única base de cohesión social, mientras que el futuro papa defendía los «valores permanentes», prepolíticos, que tenían como fundamento la correlación entre la fe cristiana y la racionalidad occidental. Es indudable que, para el pensamiento único, prevalece siempre la opinión del filósofo de la Escuela de Frankfurt y nunca la de Ratzinger (al que, por cierto, se le ha negado el nombre de una calle en la Barcelona de la señora Colau).
Aun hay más: si contemplamos el inmenso poder coactivo interior de que disponen los Estados actuales, obedientes siempre a las directrices de un mismo Sistema, la existencia de los impresionantes recursos de ingeniería social y el poder y alcance de sus medios, no es extraño que cualquier planteamiento o idea que reciba el remoquete de tradicional o conservadora es anatema. El hecho es que se opera la estrategia consabida: esa idea debe ser sustituida paulatinamente en la mente de los ciudadanos por otra, la que precisamente deconstruye la anterior y es propuesta por la ideología predominante.
Todos conocemos el símil de la rana sumergida en agua templada; el animalito se encuentra a gusto y, conforme aumenta la temperatura, se va acomodando a la nueva situación, hasta que queda hervida inexorablemente sin apenas darse cuenta. Añadamos también el poder de las tecnologías de la vigilancia, que se encargan de disuadir a los divergentes, hasta que toda una población tiene interiorizada la idea que se ha querido inculcar desde el primer momento. El miedo a discrepar, la sanción social o lo que antiguamente se llamaba respeto ajeno hacen el resto…
Todo este largo exordio viene a cuento para tratar el último escándalo político por la cuestión del protocolo sobre el aborto en Castilla y León; la cuestión ha maldispuesto a los socios de gobierno de esa Comunidad –PP y Vox–, y le ha puesto en bandeja al Gobierno socialista y podemita de Sánchez el hacer sangre contra sus adversarios, planteando, de momento, ese requerimiento por la intromisión de una autonomía frente a una ley de rango nacional, dotada, para ellos, de la sacralidad del aborto como «derecho inalienable de la mujer».
Todas las partes implicadas entran en liza por razones de procedimiento; Vox asume la literalidad del protocolo y menciona su pacto con el PP; este se apresura a negar «cualquier forma de coacción» contra el derecho del aborto en su Comunidad; los comentaristas políticos, todo lo más, restan importancia al problema y repiten que Sánchez ha lanzado una cortina de humo para tapar otros problemas; los ciudadanos, de cualquier partido o intención voto, esperan a ver qué pasa…
Pero nadie pone sobre el tapete el fondo de la cuestión, que es cuestionarse el aborto, sea desde planteamientos éticos o religiosos: es una ley democrática y basta, y además entendida como conquista de la mujer y de la sociedad, común en nuestro marco de referencia europeo. Nadie ha aludido –que yo sepa– a la primera categoría permanente de razón, que es el derecho a la vida, que el aborto sigue siendo un crimen, ya que asesina a un ser indefenso e inocente, ese feto (nada de la estupidez del preembrión, que dijo una ilustrada) que tiene ya su ADN propio y que, sin ser aún persona desde una perspectiva social, es ya un ser humano en sí mismo, y no apéndice prescindible del cuerpo de otro ser humano.
Así, las discrepancias políticas, las cuestiones de procedimiento, ocultan las razones esenciales, la verdad de la ilegitimidad ética, para los no creyentes, y de la ilegitimidad moral y religiosa, para los creyentes, del hecho del aborto. Aunque esté legalizado en las democracias totalitarias, en feliz conjunción del neoliberalismo y del neomarxismo, como tantas otras cosas.
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