¿Tarea de odio o de amor?
Publicado en las revistas Desde la Puerta del Sol, núm 442, de 13 de abril de 2021, y Gaceta de la FJA, núm. 344, de mayo de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol | Ver portada de la Gaceta FJA. | Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
Dice José Antonio Marina que la verdadera inteligencia, la que termina en conducta, es una mezcla de conocimiento y afecto, uno tiene que ver con los datos y otro con los valores (…). No hay, pues, una inteligencia cognitiva y una inteligencia emocional (…). Esta hibridación nos permite hablar de sentimientos inteligentes o sentimientos estúpidos (La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez).
La combinación de conocimiento y afecto es la que uno ⎼idealista impenitente⎼ desearía para el quehacer diario de la política española; un afán muy personal sobre la realidad sería que la inteligencia y el amor fueran los motores de la gestión de la cosa pública; sin embargo, la tozuda evidencia me lleva a opinar que, por el contrario, son la necedad y el odio ⎼no sé ambos en qué proporción⎼ los que mueven las conciencias. Para no alargarme, me voy a centrar en el segundo y dejaré para otros comentaristas más expertos la primera.
Otro José Antonio, este de apellido Primo de Rivera, sostenía que es como una ley de amor el tener un sentido entero de la historia y de la política; cuando tuvo que presidir el sepelio de José García Vara ⎼cuya lápida, por cierto, ha desaparecido de la madrileña plaza de la Ópera⎼ dijo que este era otro caído en aras del amor; y, en punto al patriotismo, afirmó que se puede llegar al entusiasmo y al amor por el camino de la inteligencia; con ello, establecía, por una parte, una clara frontera entre patriotismo y patrioterismo, y, por otra, daba pie a que podamos encontrar un curioso paralelismo con las citadas palabras actuales de Marina.
Habrá que preguntarse si hoy prevalece el amor o el odio en nuestra democracia; si nos dejamos llevar por los datos, la balanza se inclina lamentablemente por el segundo; y esto se puede probar acudiendo a las palabras y a los hechos.
En efecto, la agresión dialéctica está a la orden del día, con los inevitables añadidos de la grosería y de la incultura; basta con estar atento a las intervenciones en todos nuestros numerosos parlamentos, nacional y autonómicos, para demostrarlo. Las discrepancias se convierten en invectivas punzantes, nada constructivas, en la que lo que preside es una malquerencia hacia el oponente; se suele achacar a la perversidad de este lo que puede ser simplemente una interpretación distinta ante lo que se está debatiendo; y esta perversidad, claro, es fruto de la convicción de que la verdad está de nuestra parte y la otra viene presidida por el error y la insidia: en unos tiempos en que la posverdad se ha impuesto, no son nada extrañas estas actitudes: la verdad depende de lo que diga el partido y asegure la mayoría; en caso contrario, se quieren adivinar aviesas intenciones en el oponente; no se entiende como diferentes perspectivas legítimas, sino deseo de que el otro desaparezca del mapa y sea condenado a las tinieblas exteriores, demonizado con los más contundentes epítetos de ocasión.
Se me ocurre, lo primero, cuestionar los criterios en que se han basado los ciudadanos a la hora de elevar a la categoría de sus representantes a quienes así interpretan la política; lo segundo, preguntarme si existe realmente este odio en la gente de la calle, si hay ciertamente una predisposición, casi cainita, a este sentimiento para impulsarlo a los cenáculos parlamentarios. Dejémoslo ahí, pues de lo contrario entraríamos en un ciego debate de si fue primero el huevo o la gallina.
En cuanto a la prueba de los hechos, es más que evidente que una aversión muy cercana al odio es la que se ha impuesto como leit motiv, y los ámbitos en que irradia están distribuidos entre el pasado y el presente, con clara intención de que marquen el futuro. Las memorias históricas y democráticas son la muestra palpable de la intromisión del odio en cuanto al primer medio, y no dejamos de preguntarnos si, en su fondo, no se ocultan ancestrales ritos sectarios, como está ocurriendo con la profanación de sepulturas.
El presente también aparece marcado por algo más que una simple ojeriza o empecinamiento en afirmar la posverdad; los separatismos, ahora aliados del poder central, son una buena prueba, y basta con recorrer barrios, comarcas y localidades basatunizadas para comprobar la carga de odio que se enconde en ellas, aunque, por cuidada estrategia, la violencia física haya cedida lugar a otras formas de violencia, moral,, social y psicológica.
En otro orden de cosas, ¿no responde a criterios de odio, en la realidad, la institucionalización de la cultura de la muerte? Pensemos, además, en el odium fides, que es algo más que un anticlericalismo superficial y mostrenco.
La siembra del odio conduce a una espiral difícil de detener. Incluso en cada uno de nosotros, que debe luchar contra esa tentación a diario, al abrir las páginas de un periódico o ver un noticiario televisivo.
Quizás sean tiempos propicios estos de la Pascua que hemos inaugurado para reflexionar sobre ello; y conseguir que profundas razones, de tipo religioso, moral, social y político, nos lleven, a la inversa, por el difícil y sano ejercicio del camino del amor.
Algunos tenemos la ventaja de que, en nuestra lejana educación juvenil, esta fue la máxima esencial. Por ejemplo, cuando me sacude la tentación de responder mentalmente al odio con el odio, no dejo de evocar los versos de aquella vieja canción que decían que siempre la historia es un quehacer de amor.