Yo también tuve abuelo
26/ENE.- Nunca le escuché a mi abuelo palabra alguna de rencor o de resentimiento, ni ostentación alguna de su condición de excautivo; siempre lo recuerdo con sus inquietudes por su familia y con un carácter jovial y optimista tras la apariencia de su seriedad de buen manchego.
Publicado en el número 329 de la Gaceta FJA, de febrero de 2020.
Editado por la Fundación "José Antonio Primo de Rivera".
Ver portada de la Gaceta FJA en La Razón de la Proa.
He desdeñado rotundamente la idea de escribir esta semana sobre las fijaciones sexuales de personas elevadas a cargos públicos por dos motivos; el primero es que rechazo los temas sórdidos, aunque la situación actual dé pábulo para ello; el segundo, para no convertir estas líneas en una latosa explicación freudiana de manual.
De forma que dejo a los lectores con las informaciones que ya tienen sobre el asunto y lo resumo en una frase antológica: nos ha llegado la democracia al bajovientre, que no sé si procede del acervo de Rafael García Serrano o de Arturo Pérez-Reverte, pues a veces los confundo por sus estupendos estilos desgarrados y por la oportunidad de sus denuncias.
De forma que, aprovechando que este artículo verá la luz en torno a la fecha del 26 de enero –día en que, en el lejano 1939, acabó en Barcelona la guerra–, voy a evocar a uno de mis abuelos; no puedo ser menos que esa galería de políticos que han echado mano de los suyos para justificar sus incursiones en ese nebuloso y estúpido ámbito de las memorias históricas; creo que tengo el mismo derecho a bucear en una intrahistoria familiar.
El abuelo al que me refiero jamás se metió en cuestiones políticas; fue inspector de policía con dedicación exclusiva hacia descuideros y chorizos de poca monta y, eso sí, era un ferviente católico que no debía ver con buenos ojos el clima antirreligioso que se vivía en Barcelona bajo el imperio de Companys.
Por ello, fue detenido y acusado, por desafecto. Inmediatamente, pasó, no a prisiones, sino que inició un tremendo periplo por varias de las checas instaladas en la ciudad y dependientes de diferentes partidos del Frente Popular.
La Vanguardia del miércoles 20 de abril de 1938 recoge la noticia de que el tribunal especial de guardia número uno había dictado cuarenta y dos sentencias de pena capital por alta traición, entre los que aparece el nombre de mi abuelo: Manuel Parra Fernández-Montes.
Este dato lo he encontrado muchos años después de su fallecimiento, merced a las investigaciones periodísticas de quien sería uno de sus bisnietos, y no por boca de mi abuelo.
Pues, sorprendentemente, nunca escuché de sus labios relato alguno que hiciera referencia a aquellos aciagos momentos; otros familiares sí fueron contando, sin estar él delante, aspectos concretos de su cautiverio, como, por ejemplo, las lógicas inquietudes de su esposa e hijos y un tipo especial de tortura psicológica muy practicada entonces: los simulacros de fusilamientos, seguidos de un te mataremos mañana.
Su nombre vuelve a salir en La Vanguardia de 18 de abril de 1939 –entonces este periódico añadía el adjetivo de española a su nombre–, cuando se anuncia una Misa de réquiem en la iglesia de los PP Franciscanos por los asesinados y como acción de gracias por los salvados milagrosamente, entre ellos, mi abuelo.
El milagro se debió, además de por una especial gracia divina, por el hecho de que el 26 de enero de 1939 las tropas nacionales entraron por la Avenida Diagonal de Barcelona entre un clamor popular que se puede constatar en fotos y reportajes, de esos que nunca verán la luz en nuestros días; por narraciones familiares, consta también que la familia desplegó una bandera española que había sido cosida con viejos retales y servía clandestinamente de refajo a cierta buena señora.
Lo único que me llegó como testimonio directo de mi abuelo –que cada año nos invitaba a comer el 26 de enero para celebrar su segundo nacimiento– fue que el director de la checa les había abierto ese día la puerta de las celdas con el ruego hipócrita de que no olvidaran que él les había puesto en libertad…
Nunca le escuché a mi abuelo palabra alguna de rencor o de resentimiento, ni ostentación alguna de su condición de excautivo; siempre lo recuerdo con sus inquietudes por su familia y con un carácter jovial y optimista tras la apariencia de su seriedad de buen manchego.
Nunca la plata cerril del guerracivilismo arraigó en nuestros hogares; se atendían las necesidades del presente y se contemplaba con esperanza un futuro para todos los españoles.
A lo largo de los años, tuve ocasión de conocer a estupendos excombatientes de ambos bandos; ni los unos alardeaban de un orgulloso triunfalismo ni los otros de un victimismo rencoroso; cualquiera de ellos, por su edad, podría haber sido mi abuelo, que no disparó un tiro en su vida pero sufrió prisión y suplicio como queda explicado.
Entre estos abuelos que vivieron la guerra guardo especial recuerdo cariñoso para un excombatiente de los vencidos, que ejerció en los años 60 de conserje de mi Hogar del Frente de Juventudes; como uno más, escuchaba las cuitas de nosotros, los jóvenes, templaba nuestras críticas, a veces desaforadas por aquello de la edad, se interesaba por nuestros estudios o trabajos y aconsejaba, si era requerido, en las lógicas inquietudes sentimentales de la adolescencia: era un camarada más, como sus hijos, afiliados de la Organización Juvenil Española.
Esta era una generación de españoles normales, que, superado el trauma de una guerra entre hermanos, trabajaron codo a codo, duramente, por rehacer una España que ahora unos políticos quieren volver a enfrentar.
En este 26 de enero, recemos por todos ellos –entre ellos, por mi abuelo– y también por esta España que tanto lo necesita.