La furia de los talibanes
Publicado en el Nº 324 de 'Desde la Puerta del Sol', de 30 de junio de 2020.
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Publicado en el Nº 334 de la Gaceta FJA, de julio de 2020.
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La furia de los talibanes
Un vendaval iconoclasta de extiende, como otra pandemia, por todos aquellos territorios que, de una u otra forma, deben su esencia, y aun su misma existencia, a la cultura occidental; cultura que, como todas las obras humanas, tiene sus luces, sus sombras y sus claroscuros, pero que, mediante un ejercicio de constante depuración –a diferencia de otras culturas–, es capaz de potenciar las primeras, eliminar las segundas y dar mejor luz y tonalidad a las terceras. Por lo menos, en esto último confiamos para superar, no solo el Covid 19 y sus consecuencias, sino tantas y tantas cosas de las que discrepamos en conciencia y que nos desazonan a diario.
Esta furia borrascosa no es un fenómeno novedoso en el mundo, pero sí amplificado en estos días para formar parte de lo que el profesor Luis Buceta denomina asalto a la civilización; claro que, concretamente en España, la iconoclastia ha sido una constante de gran parte de nuestra historia, que se ha visto incrementado, triste y paradójicamente, en nombre de la tolerancia y del mismo nombre de la democracia.
Me permito usar del término talibán como definidor de estas actitudes vandálicas; si bien es una palabra que designa una belicosa corriente del extremismo islámico del siglo XXI, no cabe duda de que, en lo referido a las actitudes y motivaciones profundas, sirve para caracterizar a quienes son capaces de arrasar con todo aquello que consideran que se opone a sus supuestas creencias y convicciones. Ha habido, así, talibanes de todos los pelajes, ideologías, situaciones y terrenos, pero, en la actualidad, sus actuaciones responden a una de las más terribles dictaduras que han existido: la de la corrección política.
Sus antecedentes pueden rastrearse en las estrategias deconstructoras de Antonio Gramsci, en la asunción de estas por la Escuela de Frankfurt y en el mayo francés del 68. Su idea básica es la demolición de cualquier legado cultural occidental, y, en estos días, se ha tomado como excusa ese racismo latente en la sociedad norteamericana para arrumbar con toda forma de herencia histórica, en especial, si se refiere a España.
Los talibanes profesan una especie de fanático dualismo entre el Bien (lo políticamente correcto) y el Mal (lo incorrecto); sus efectos son muy amplios, y abarcan, desde las microagresiones a la sensibilidad de las minorías, hasta la llamada polarización afectiva partisana, como muestras de neopuritanismo o ejército de salvación de la corrección; su constante es demonizar a sus contrarios y, por extensión, al resto de la población.
Absolutizan y dogmatizan su pensamiento y su lenguaje, que quieren imponer a todos, logrando que sus posibles opositores guarden medroso silencio para no ser señalados con el dedo implacable de la sanción social. La experiencia que tenemos en la España actual hace innecesario cualquier otro comentario.
Todas las naciones sufren hogaño la embestida talibán, cada una en su propia carne y en su propia historia; en EE. UU. la toman con las estatuas de los héroes confederados (una forma de memoria histórica a lo yanqui); en el Reino Unido con los constructores de su Imperio (incluyendo a Baden Powell, fundador del escultismo como modelo educativo universal para los jóvenes), en Francia, con sus pensadores y políticos… No obstante, la furia talibán se está cebando especialmente en el legado español, tanto en la América anglosajona como en la América hispana, que suelen llamar Latinoamérica los snobs y los incultos.
Un sedicente indigenismo, impulsado por las sabidas manos que mecen la cuna arremete en esas tierras contra Colón, Isabel la Católica, Fray Junípero Serra…; para no ser menos, los talibanes de aquí –es decir, los separatistas y comunes–, pretenden demoler el monumento al descubridor que abre el puerto de Barcelona, y la señora Ada Colau templa gaitas y propone contextualizarlo (¿); en Mallorca también la han tomado con aquel que fue gran evangelizar y defensor de los indios a ultranza. Otro tipo de talibanes, por fin, no se han conformado con las efigies, sino que han llevado su odio y sinrazón hasta las mismas sepulturas…
Esperamos que esa resiliencia que se proclama como panacea para salir con bien de la crisis sanitaria se ponga también en práctica, en todo Occidente, para hacer frente a la dictadura de lo políticamente correcto. Como decía hace pocos días el obispo Reig Pla, el problema de fondo es que estamos ante una crisis de la verdad; añadamos que también nos encontramos en el imperio de la incultura y de la perversidad, no sabemos en qué tanto por ciento de la una y de la otra.
Pongamos en práctica la virtud de la esperanza y –con palabras y obras– porfiemos para que la furia mostrenca de los talibanes y la insidiosa gestión de sus mentores ceda paso a la inteligencia y a la cordura en nuestro atropellado mundo.