Uno de los postulados del progresismo respecto a la familia es que todas valdrían igual: desde la natural constituida por un hombre y una mujer, a las monoparentales con un solo progenitor, las homoparentales con dos personas del mismo sexo, etc. Pero esto no es cierto; al menos en un tema tan trascendental como es la formación y desarrollo integral de sus miembros más débiles: los hijos.

Sorprende que el cacareado progresismo, tan acérrimo defensor de la naturaleza, ignore drásticamente la naturaleza humana y siglos de experiencia en todas las culturas de la humanidad avalando la necesaria y complementaria presencia de un padre y una madre para criar y educar a los hijos.

Porque una cosa es que estas familias puedan verse afectadas y dañadas en su estructura por graves circunstancias sobrevenidas que causen la ausencia de uno o ambos cónyuges, y otra sustancialmente diferente es constituir voluntariamente una familia excluyendo desde su inicio elementos tan esenciales y fundamentales como el padre o la madre.

En todo caso, lo que siempre debería prevalecer y guiar a padres y madres es el interés por el mayor y mejor bien de los hijos; y no la mera satisfacción del deseo de paternidad o maternidad.