Julián Casanova, notorio memoriador sistémico, cronista de mesa camilla del Régimen del 78 (en tanto ubicuo niño mimado de éste: programas de TV y radio, congresos, conferencias, etc.) nos obsequiaba (en un post publicado en su muro de Facebook el pasado 20 de julio) con unas lecciones de deontología profesional en la materia.

A saber, «No es historiador quien no conoce las fuentes y los métodos de investigación, quien oculta la información que encuentra porque no se ajusta a sus ideas y quien no indaga en el pasado que molesta. Para aprender eso hace falta formación, mucho tiempo. Los opinadores no lo entienden» (literal).

Y, ciertamente, no le falta razón. Otra cosa es si él mismo se lo aplica... amén de que se le ha olvidado una lección importante: "No es historiador quién apoya orwellianas leyes memoristas que ⎼coartando la libertad de expresión, investigación y cátedra⎼ establecen un relato único acerca del pretérito".

Porque toda presunta verdad histórica que precisa de leyes y sanciones para verificarse no es ni puede ser tal, así se apliquen las medidas coercitivas que dichas leyes y sanciones contemplen.

Considerando que cada acontecimiento histórico es acreedor de múltiples versiones e interpretaciones, si las instituciones del Estado apoyan una de ellas y persiguen a las demás bajo el sambenito de "revisionistas" o "negacionistas", ¿entonces dónde está el debate? ¿Y si no hay debate, dónde queda la democracia de la que tanto se les llena la boca a algunos como el susodicho Casanova?

A la postre, la cancelación de cualquier versión alternativa al relato oficial que sobre la Historia reciente de España supondrá la implementación de la Ley de Memoria Democrática constituye la enésima muestra de que la democracia aquí sólo existe como una suerte de fundamentalismo invocado y/o utilizado al arbitrio del poder establecido.