Un debate anacrónico
Publicado en el Nº 346 de 'Desde la Puerta del Sol', de 4 de septiembre de 2020.
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Es sorprendente y digna de estudio esa obstinación de la izquierda española en volver su mirada hacia el pasado. Los últimos grandes temas y debates que han merecido sus esfuerzos son la memoria histórica, la revisión y condena del franquismo y el debate entre monarquía y república. Todos son temas que apuntan inexorablemente hacia el pasado. Un pasado que hay que conocer, iluminar en sus puntos oscuros y, sobre todo, revisar. Revisarlo, ya que cambiarlo es metafísicamente imposible y es algo que sólo Dios (para los creyentes, claro está) puede hacer.
¿Por qué este empecinamiento? ¿Es que no hay problemas dignos de nuestra atención en el presente? ¿Es que faltan retos e incertidumbres en el futuro? Contestar a estas preguntas sería desvelar las motivaciones profundas de una izquierda que cambia sus estrategias en un mundo cambiante; esto rebasa los límites de este artículo. Me centraré en uno de los temas citados: la dicotomía entre monarquía y república.
A finales del siglo XVIII, cuando comienza con la Revolución Francesa una tendencia republicana universal, esta dicotomía supone una distinción radical. Supone el Antiguo Régimen frente a la nueva configuración política que conocemos como Estado nación. Un sistema de normas y libertades territoriales, orgánicos, gremiales, que tiene su principal sustento en un factor consuetudinario y tradicional (y un sustento último en un factor religioso), frente a una comunidad de ciudadanos iguales sometidos al juego de una ley única, universal y abstracta.
Damos un salto en la historia y nos situamos en la España de 1931. La República llega como una propuesta de modernidad, de democracia, de juventud frente a un régimen que presentaba ya no pocos achaques y que parece haber agotado sus reservas de energía. Otra cuestión es adónde condujo este cambio (a una guerra civil) por sus torpezas y contracciones. Lo que aquí interesa es que, en el plano teórico, la propuesta republicana era (se presenta a sí misma como tal) progresista, frente a una monarquismo conservador (usamos estos términos, tan manipulados, con todas las prevenciones).
Lo mismo podría aducirse el ejemplo de la breve y hasta tragicómica Primera República española (Ricardo de la Cierva cuenta que, cuando explicaba esta lección a sus alumnos de la universidad, no podía evitar sus risas).
Todo esto quiere decir que ha existido un fuerte debate monarquía-república que ha tenido un contenido político real, no sólo formal.
(Abro un inciso antes de seguir: estamos hablando de un fenómeno occidental y, sobre todo europeo. Fuera de nuestro ámbito, el paso de una monarquía a un sistema republicano puede suponer un retroceso a etapas anteriores. El caso del paso del Sah de Irán Reza Pahleví al Imam Jomeini, apoyado por la progresía intelectual de Occidente, es el ejemplo más evidente).
Nos situamos ahora en España, en las primeras décadas del siglo XXI. Se reabre, un vez más el debate, pero, ¿es un debate actual?, ¿tiene contenidos reales y vigentes? La respuesta categórica es: no. La razón es obvia: los supuestos valores republicanos, las propuestas políticas que podían aportar este sistema están ya en la Constitución de 1978 y en el sistema normativo estatal y autonómico.
España es ya un Estado social de derecho, con una amplia cobertura social, con servicios públicos universales y de calidad; un Estado que fomenta la igualdad y la libertad hasta límites que a algunos pueden parecer excesivos; un Estado aconfesional, con acusadas tendencias laicistas, pluralista en todos los aspectos.
¿Qué puede añadir a esto un sistema republicano? En otros contextos históricos puede que el republicanismo tuviera algo que ofrecer, pero en el actual no hay nada. Sería crear un problema y una gran incertidumbre sin que en el otro fiel de la balanza haya una aportación que compense este sacrificio.
Sería eliminar una institución que ha funcionado razonablemente con los dos reyes de la democracia, que tiene prestigio y carisma interno y externo y que funciona sólidamente en otros países europeos de los más avanzados social y culturalmente, para sustituirlo por un modelo que en España ha fracasado en dos ocasiones y que, en una vida política tan turbulenta como la nuestra, conduciría a interminables debates y a inestabilidad crónica.
Ahora bien, hay un pequeño matiz que puede explicar la aparición enésima de este debate anacrónico y extemporáneo. El vicepresidente del Gobierno, en alguna ocasión, se ha referido a la posibilidad de una “república plurinacional”. En este caso, lo importante no es el nombre, sino el apellido.