ARGUMENTOS
El calor y la irresponsabilidad de la infancia.
Seguramente, esto puede chocar a muchos de los que, durante años, escucharon de forma repetitiva el discurso fundacional de Falange Española del 29 de octubre (...) Por eso, la pregunta obligada –y no vale esquivarla– es qué nos queda de válido a quienes nos definimos –aparte de militancias concretas y ocasionales– como joseantonianos del siglo XXI.
Publicado en: Gaceta de la FJA, núm. 338, de noviembre de 2020. Ver portada de la Gaceta FJA. Y en Cuadernos de Encuentro, núm. 143, de invierno de 2020. Ver portada de 'Cuadernos'. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.
El calor y la irresponsabilidad de la infancia.
Con estas palabras que sirven de título abre José Antonio Primo de Rivera el discurso en el Cine Madrid el 19 de mayo de 1935, en referencia a las que había pronunciado el 29 de octubre de 1933; y añade a renglón seguido que, por el contrario, el acto de ese día está cargado de gravísima responsabilidad y exige un rigor de precisión y emplazamiento.
No se trata de una actitud de arrepentimiento ni de menosprecio del Fundador hacia la excelente pieza oratoria que había pronunciado en el Teatro de la Comedia; simplemente constataba la levedad de sus palabras del pasado ante la decisiva importancia que tenían las presentes; el símil de la infancia, con sus titubeos, era muy acertado.
Seguramente, esto puede chocar a muchos de los que, durante años, escucharon de forma repetitiva el discurso fundacional de Falange Española del 29 de octubre en los actos oficiales, bajo la mirada benévola de jerarcas que, entre tanto, pensaban en cosas muy distintas a lo que allí se estaba repitiendo, como rito y no como mensaje.
No es casualidad que, en cambio, en la misma etapa de nuestra historia, se soslayaran referencias a otros discursos del Fundador –como el mencionado de mayo del 35– que contenían mucha más enjundia y podían resultar comprometedores.
Lo cierto es que, entre octubre de 1933 y mayo de 1935, habían ocurrido muchas cosas en España y en el mundo; José Antonio había depurado su pensamiento, analizados y revisados muchos conceptos, radicalizado su postura inicial y agregado –al decir de Francisco Torres– muchos ingredientes nuevos a su relato (por decirlo en términos de hoy), que iban mucho más allá de la dialéctica entre liberalismo y socialismo y la propuesta de un Estado no diseñado, que llamó temerariamente totalitario, para afirmar, en momentos más maduros, que lo totalitario no existe.
El tiempo había transcurrido no en vano y la circunstancia exigía derroteros acaso antes insospechados y rectificaciones ante enfoques primitivos e ingenuos.
¡El tiempo no había pasado en vano! ¿Y qué podemos decir de la distancia que media entre aquellos años 30 del siglo pasado y los 20 del actual? Pensemos solamente en la realidad de un neoliberalismo, de un marxismo cultural, superviviente del hundimiento del socialismo real, de los populismos de izquierda y de derecha, del hipercapitalismo global, de los desafíos antropológicos, de las bioideologías, de la Unión Europea y sus contradicciones, de los países emergentes, de la potencia de China, de la cuarta revolución industrial de la Informática, de las crisis económicas sucesivas, de las nuevas corrientes de pensamiento, del renacer de las espiritualidades y del retroceso de las religiones institucionalizadas…
De nada de eso podía tratar José Antonio en su época, precisamente porque no existía.
Por eso, la pregunta obligada –y no vale esquivarla– es qué nos queda de válido a quienes nos definimos –aparte de militancias concretas y ocasionales– como joseantonianos del siglo XXI. Las posiciones son variadas y dispares entre sí, pero, en todo caso, no cabe eludir la meditación y el debate. Entre esas posiciones, hay de todo, como en la viña del Señor.
Unos ni siquiera entran en el debate, conformándose con evocaciones momentáneas, vagos recuerdos de lo que oyeron en épocas juveniles; con todo, su tono hacia José Antonio es apologético, pero sin prestar su apoyo a iniciativas para que, sin dejar de ser una magnífica figura histórica, adquiera rango de potencialidad para este presente. Se conforman con el José Antonio histórico… y olvidado.
Otros se empecinan en negar la evidencia temporal; se aferran a propuestas, hilvanadas en tiempos difíciles, poco oportunos para la reflexión, como si los años no hubieran transcurrido; toman las palabras, los gestos, los contenidos y las formas de los desvanes de la historia y quieren aplicarlos –como si se tratara de textos evangélicos o talmúdicos– tanto si coinciden o no con las realidades de hoy. No advierten que están sepultando al propio José Antonio con una losa más pesada que la que cubre sus restos en Cuelgamuros. Se empecinan en mantener la letra, cuando lo importante –él lo dejó dicho en su homenaje y reproche a su maestro Ortega– es continuar la melodía iniciada.
Algunos dan por finalizada aquella historia; acaso guardan, en el fondo de la conciencia, un resquicio de sus lealtades de ayer en forma de nostalgia no confesada; pero prefieren acampar en parajes diferentes y, a menudo, contradictorios en mucha medida con aquellos en los que solían poner sus tiendas antaño. O, a lo peor, es que se han olvidado de acampar…
En los tres casos mencionados –con todas sus infinitas variantes– el tiempo y la circunstancia han interaccionado de forma negativa: por frivolidad, por empecinamiento, por abandono, respectivamente. Cuando el tiempo debe ser ocasión de reflexiones profundas, de estudio y de clarificación, y la circunstancia –cuanto más adversa con mayor motivo– ocasión de acicate para la perseverancia y la acción meditada y productiva.
Los que hemos asumido la condición mencionada de joseantonianos del siglo XXI tenemos casi todos en común el habernos acercado a su figura y a su obra en momentos en que había decrecido el fervor público y oficial, ese que se limitaba en mantenerlo en una hornacina sobre un pedestal de mármol. Aprendimos, eso sí, a valorarlo ante todo como ser humano, acaso irrepetible, con sus grandes aciertos y sus errores, con sus virtudes y sus defectos, como arquetipo (al decir del gran joseantoniano y maestro de todos, Enrique de Aguinaga). Entonces, conmemorábamos, con ilusión juvenil, el Día de la FE, mas no como dogma, sino como proyecto.
En nuestra formación inicial en lo joseantoniano –al aire libre y en lo alto las estrellas– constatábamos que toda su arquitectura para lo político, lo social y lo económico partía de la persona, de ese hombre entendido a la manera cristiana: dotado de dignidad y libertad, íntegro en cuanto compuesto de alma y cuerpo, con un fin trascendente que no es posible eludir; de este punto de partida, valorábamos el papel que asignó a las unidades naturales de convivencia, bases del organicismo social: la familia, la comunidad en un vecindario, el trabajo.
La pugna, en nuestros días, se ha llevado incluso al ámbito antropológico y, además de las divisiones de antaño –de partido, de territorio, de clase– se propone una dialéctica casi feroz entre los sexos, devenidos en géneros, y en la ecología, derivada en lucha entre lo humano y la naturaleza creada; nada de eso pudo conocer el José Antonio del siglo XX, pero sí los joseantonianos del siglo XXI.
En razón de esta base humanística, se trataba de predicar, no con la palabra, sino con el ejemplo, y dar testimonio de un modo de ser, manifestado en un estilo. Y rechazábamos de nuestro lado a quienes se llenaban la boca de frases y se disfrazaban con la camisa azul, y no eran capaces de vivir y de sentir de acuerdo con ese estilo joseantoniano.
Desde estos puntos de partida, encontramos hoy las carencias de esa bella realidad histórica y de convivencia que es España, que se proyecta, por razones casi genéticas, en la Europeidad y en la Hispanidad; sentimos el dolor de España que le caracterizó a él y a cuantos le precedieron en el camino de la crítica, porque no hay patriotismo más sincero que el que nace del deseo de superar lo defectuoso. Y, entre otras muchas cosas, nos duele profundamente el drama de esa España vacía.
Y nos duele España tanto más cuanto se la niega o se la pretende desunir; y tanto más cuanto algunos confunden el patriotismo con el patrioterismo, o invocan el nombre de España para sus intereses económicos o de partido; y tanto más cuanto algunos confunden el falangismo de José Antonio con ideologías periclitadas o confusas, que ponen a los filósofos de la duda por encima de nuestros clásicos.
Las palabras clave para nosotros son unidad y armonía, y esta comienza por la relación del hombre, del ciudadano, con su entorno, superando la conflictividad con el diálogo y la intención puesta en una nación de todos y para todos, no de y para un partido, una clase o una secta.
Para que el hombre y España se encuentren a sí mismos y se reencuentren entre sí, es necesario buscar caminos que garanticen la justicia en las relaciones humanas, en la distribución de la riqueza y en el empoderamiento (nuevo término de hoy) de ese hombre por encima de los intereses especulativos de una sociedad hipercapitalista. Puede ser que esos caminos en busca de la justicia no pasen por los mismos hitos que se diseñaban en los años 30 del siglo pasado –qué decir hoy del sindicalismo, de la banca o de empresa–, por lo que se requiere, no un afán de repetición y de mimetismo inane, sino un afán de adivinación de lo que hubiera propuesto José Antonio de vivir en este siglo XXI.
Esa justicia social no se plasma solo en la satisfacción de las necesidades materiales que hayan podido conceder los Estados del bienestar, incluso hoy discutidos, sino en las necesidades humanas en cuanto a la cultura, el saber, la educación y el espíritu; y, en este terreno, es necesario reivindicar el valor del esfuerzo, de la formación de la personalidad y de una equidad no igualitarista a ultranza. Porque la democracia de contenido que proponía José Antonio en lugar de la formal de aquellos días y de estos, solo puede llevarse a cabo si existe una auténtica aristocracia del trabajo, la cultura y el aprendizaje.
No se puede asimilar el proyecto joseantoniano actual a ninguna forma de populismo de izquierdas o de derechas; tampoco, a un neofascismo remozado, del mismo modo que José Antonio, ya aquellos años 30, afirmó que el fascismo es fundamentalmente falso, ya que acertaba a vislumbrar que el problema de fondo era religioso, pero intentaba suplantarlo con una forma de idolatría. Mejor es relacionarlo con las corrientes regeneracionistas de nuestra historia moderna, de amplio espectro ideológico, que dieron las pautas para hacer frente al problema de España y para que esta dejara de ser un eterno borrador inseguro.
Con la misma inquietud intelectual del Fundador, debemos estar atentos y abiertos a todas aquellas formas del pensamiento contemporáneo y actual que partan de las premisas humanísticas, espirituales y con vocación transformadora mencionadas: que nada humano nos sea extraño.
¿Nos podemos seguir llamando revolucionarios los joseantonianos del siglo XXI? Sí, siempre que desdeñemos la utopía y el ornato épico de otros tiempos, y acudamos a la etimología de la palabra: res novae, cosas nuevas; porque eso es por lo que seguimos trabajando y seguro que encontraremos la resistencia de un orden impuesto con mano férrea y aparente guante de seda.
Todo eso constituye el punto de partida para recrear a José Antonio en nuestros días. Evidentemente, como entonces, más que valor e irresponsabilidad de la infancia, debemos imponernos un rigor de precisión y emplazamiento ante el mundo que nos rodea. Ese debe ser el "leit motiv" de nuestra celebración del 29 de octubre.