ARGUMENTOS

¿Crisis de salud mental en niños y adolescentes?

Como médico atento a la realidad que me rodea, observo un creciente interés y preocupación de la sociedad por los problemas relacionados con la salud mental de niños y adolescentes.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 151, de Invierno de 2022/23. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.

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¿Crisis de salud mental en niños y adolescentes?

¿Crisis de salud mental en niños y adolescentes?


No soy experto en salud mental pero, como médico atento a la realidad que me rodea, observo un creciente interés y preocupación de la sociedad por los problemas relacionados con la salud mental de niños y adolescentes. Preocupación que responde a una realidad objetiva, como son las tasas que se manejan de trastornos psicológicos en estas edades y el aumento alarmante que se ha experimentado en los últimos años. Los datos –y no vamos a abusar de ellos– muestran sin ningún género de dudas el aumento de las tasas de trastornos mentales en genérico y de las tasas de suicidios en particular entre jóvenes y adolescentes, llegando a ser en algunos países la primera causa de muerte en estas edades y siempre la segunda, después de los accidentes, en casi todas las sociedades occidentales. Se pueden dar muchas cifras y estudios, más dramáticos o más benevolentes, pero la realidad es esa. Y es una realidad aterradora que nuestra sociedad tiene que analizar y hacer todos los esfuerzos posibles por transformar.

Esta preocupación va unida a una intensa sanitarización del problema. Y es ahí en donde tengo interés en profundizar: ¿es este un problema en la esfera de lo médico-psicológico exclusivamente? o ¿puede que sea un asunto más global que afecta al tipo de sociedad que hemos creado? ¿Y si con un enfoque exclusivamente sanitario se está queriendo desviar la atención sobre otros factores que están influyendo en este estado psicológico preocupante en esta etapa de la vida?

El tránsito de la niñez a la adolescencia y posteriormente a la edad adulta entraña un amplio abanico de cambios, casi una metamorfosis, que afecta a todas las esferas de la persona en crecimiento: cambios físicos, hormonales, psicológicos, etc. La adolescencia es un momento de definición personal y social, de uno consigo mismo y con el entorno. Es época de inseguridades y al tiempo de esperanza, de sueños y de proyecto de vida. Durante este periodo se experimenta un crecimiento físico, cognitivo y psicosocial acelerado, que influye en cómo se siente uno, se piensa, se toman decisiones y se interactúa con el entorno. Estos cambios son esenciales para la maduración de la personalidad y entrañan grandes ilusiones de futuro, se forjan amistades, anhelos, se desata la generosidad, la entrega. Y al tiempo, y no con menos intensidad e importancia, se hacen evidentes otros sentimientos y comportamientos menos optimistas: la inseguridad, la labilidad emocional, la fragilidad de la personalidad, los miedos, que afloran y se hipertrofian en estas etapas de la vida. Como me dijo en su momento un buen maestro: pero «alma de cántaro, ¿ha visto usted alguna vez a algún adolescente satisfecho con la vida?». La insatisfacción es consustancial a la adolescencia.

Aparte de los condicionantes propios de estos momentos de transformación, en nuestra sociedad están presentes otros determinantes, unos más antiguos y otros de más reciente aparición, que influyen negativamente en esta natural tendencia del adolescente al descontento y la inseguridad que, lamentablemente, le llevan con facilidad al trastorno psicológico.

Las dificultades por las que pasa la juventud son más multifactoriales de lo que se nos quiere hacer ver. No se puede reducir el conflicto de manera que su solución pase por un aumento de los recursos y el gasto en salud mental, como si con una receta o una terapia se solucionase el problema. Pero la etiología, en términos médicos, y sobre todo la patogenia de la situación, hay que buscarla en la enfermedad social o patosociológica en la que está inmerso el mundo occidental, con pérdida de valores, de referencias y, en algunos casos, con auténticas quimeras en el más puro estilo cinematográfico. No se pueden individualizar las posibles patologías: están muchas veces más relacionadas con la patología social, la moral y la antropología, que con la sanidad. Volviendo al presupuesto indicado con anterioridad por mi maestro: no hay que confundir la satisfacción con la vida con la salud mental. Hay que estudiar con sosiego y analizar que está pasando para que nuestros jóvenes estén manifestando esas preocupantes tasas de ansiedad, de trastornos de la personalidad y, lo más sangrante, de tendencias suicidas.

Lanzo ya cuál puede ser una de las consecuencias –o causas– de esta situación, como están señalando varios autores de reconocido prestigio: la futorofobia. En la actualidad se nos está presentando con mucha frecuencia una visión distópica del futuro: nos vemos sometidos a continuos relatos sobre el colapso de la realidad tal y como la conocemos, con amenazas climáticas, tecnológicas, bélicas, económicas o epidémicas. La reciente pandemia por coronavirus ha sido un detonante de esta visión apocalíptica del futuro y ha condicionado esta fiebre de futurofobia, con sus consecuencias en las cifras de los trastornos antes mencionadas. Quizás el término no se refiera tanto al miedo al futuro, sino al miedo y la incapacidad de pensar futuros mejores que el presente. Por poner un ejemplo, la histeria colectiva que se está produciendo con el cambio climático antropogénico condiciona la visión de lo venidero y puede contribuir a una permanente insatisfacción. Hace no tanto, el futuro se veía como un lugar apetecible al que viajar, lleno de novedades y prodigios. Ahora, en vista de las múltiples proyecciones distópicas y variedades del fin del mundo que se nos presentan como si fueran el menú del día, el futuro parece un sitio inhóspito hacia el que no tenemos otro remedio que transitar.

Pero en el análisis de como se ha llegado a esta situación, tomando en consideración la natural propensión a la inestabilidad emocional que se produce en estas edades, nos ayudará a encontrar remedios que podemos aplicar para ayudar a nuestros adolescentes. La mayoría de los trastornos en la adolescencia se manifiestan en forma de trastornos de la alimentación, autolesiones, abuso de sustancias adictivas y tentativas de autolisis. Y muchos de estos trastornos están favorecidos, precisamente, por el abuso de sustancias dopantes y la banalización de su consumo, con lo que se cierra el círculo. No hay que desdeñar tampoco otros factores que retroalimentan y favorecen los trastornos adaptativos y de ansiedad: la competitividad en el ámbito escolar, la exigencia de los mayores por que se cumplan expectativas y la crisis y, en muchas ocasiones, destrucción de la unidad familiar tradicional. Y como factor de aparición más reciente, pero que ha entrado con una fuerza inusitada en la vida de la juventud y que está causando estragos en sus varias vertientes, el fenómeno de las redes sociales. La presión que ejercen estas redes sobre los jóvenes, el acceso a determinadas páginas que hablan abiertamente de comportamientos patológicos y los alientan, los peligrosos juegos de rol, que llegan a ejercer una autoridad enfermiza en el adolescente y la utilización de estos medios a través de internet para acosar, están en la raíz de muchos trastornos depresivos y de ansiedad. Otra situación que añade leña al conflicto para completar el melting pot en la mente adolescente es la banalización del sexo y el asalto a sus vidas de la pornografía de fácil consumo, accesible a través de internet, lo cual les impulsa a crear modelos de relaciones que no son reales en la vida normal y favorecen las relaciones afectivas exentas de sentimientos. Como recientemente ha declarado con triste ironía la fiscal de Menores de Sevilla, Marta Valcarce: «Los menores saben mucho de sexo, pero como saben de Ciencias Naturales». En síntesis, muchos se están educando sin saber los valores que el sexo lleva aparejado y la trascendencia que tiene en sus vidas. Todo ello ha llevado a un aumento espectacular de los delitos de naturaleza sexual entre jóvenes, aumento que debería poner en máxima alerta a la sociedad por sus imprevisibles secuelas.

Los expertos en salud mental afirman que el tiempo que se pasa delante de una pantalla de ordenador o de móvil está asociado a un aumento de los índices de ansiedad, depresión e instinto suicida. La mente de los adolescentes es muy sensible a los comentarios de sus coetáneos y a la valoración social y ahora, con las redes, se pueden controlar estos aparatos 24 horas al día siete días a la semana, importando en gran manera cuántos seguidores tienes, cuántos comentarios has recibido, cuántos me gusta. Esta epidemia se propaga sin control y de forma silenciosa, pues la sociedad es reacia a hablar de estos temas y a admitir sus peligros. Hay mucha desinformación, banalidad e intereses en juego.

Para seguir completando el circulo de factores que están influyendo en la inestabilidad mental de jóvenes y adolescentes emerge el problema del consumo de drogas que alcanza en estas edades en la actualidad cifras notables. El problema es que se ha trivializado tanto en los ambientes juveniles el consumo de cannabis y drogas recreativas sintéticas que muchos consideran normal su empleo, sin ser conscientes de las consecuencias que comporta y de las secuelas a corto, medio y largo plazo que conllevan. Sabemos bien de las consecuencias de los efectos adversos del cannabis en sus diferentes presentaciones, como son la predisposición a la esquizofrenia, las autolesiones intencionadas, los trastornos psicóticos o incluso el suicidio. El consumo hace aflorar trastornos que pudieran permanecer en la sombra y agrava los existentes, al tiempo que aleja de la realidad al consumidor que se evade en esos paraísos artificiales. Hay que permanecer alerta y confrontar contundentemente la apelación a un supuesto consenso social para pedir su legalización. Esta reivindicación la ha tomado como suya la izquierda y la progresía en general. Son los mismos que se dicen muy preocupados con la salud mental de este segmento de la población, que usan esta situación para hacer política con ella, que piden mayor inversión por parte de las administraciones, más psicólogos, más centros de atención, etc., y, al tiempo, piden la despenalización de uno de los factores que influyen más negativamente en la salud mental de la juventud. Contradicciones difíciles de entender y de asumir y que reflejan la inconsistencia de los argumentos que esgrimen.

La crisis del modelo de familia es otro dato a considerar en la estabilidad emocional del adolescente. La falta de comunicación con los padres, que siempre ha existido en estas edades se ve actualmente con mayor frecuencia ante la ausencia de alguna de las figuras de referencia, la madre o el padre y agrava la sensación de desprotección y desvalimiento propia de esta edad. Esto aboca al adolescente a reforzar su tendencia natural a hacer más caso a los amigos, a los colegas, al grupo o pandilla, con consecuencias negativas que se aprecian con facilidad. Como refiere un conocido psiquiatra especialista en adolescentes: «No es la primera vez que escucho a chicos de 14 o 15 años admitir que, cuando se enfrentan a un problema emocional, prefieren hablarlo con un amigo porque se sienten más seguros, en lugar de hablar con un experto o de tener la suficiente suerte, como dijo uno de ellos, de tener la capacidad o la posibilidad de hablar con su madre o con su padre».

Tampoco es desdeñable, en el ataque a la estabilidad emocional del niño, joven y adolescente, la influencia de la competitividad en el ámbito escolar de la que nos está impregnando el pensamiento neoliberal. Hay que distinguir claramente entre el natural esfuerzo académico y formativo al que debe someterse en esta fase de maduración la persona de las exigencias de un mundo en el que no obtener el éxito y cumplir las expectativas creadas es sinónimo de fracaso. La tasa de procesos depresivos y de ideas suicidas en estudiantes universitarios es sobrecogedora: en un reciente estudio realizado en nuestra nación entre estudiantes de Medicina, el 30 % refería síntomas depresivos y un 10% de ideas autolíticas, en la mayoría de los casos referidos a la exigencia y competitividad de la carrera. En el otro lado de la balanza, el fracaso y el abandono escolar deterioran la autoestima y acrecientan la insatisfacción del adolescente con las consecuencias ya de sobra comentadas. En este caso, el cuidado excesivo y el facilitar el avance en el currículum escolar no es, bajo ningún prisma, la solución.

Muchos de estos condicionantes, que llevan al joven a los trastornos ansio-depresivos y a la desesperanza, con plasmación última en la futurofobia, vienen propiciados por la inmadurez y la sobreprotección que desde la más tierna infancia está rodeando a estas generaciones. Los niños entran en la adolescencia y la juventud con un grado de madurez y real conocimiento del entorno claramente inferior al de otras generaciones. Paradoja evidente, ya que tienen más acceso a la información, más experiencias y un aparente mayor conocimiento de las cosas, pero han sido educados inseguros y con un conocimiento menor de la realidad de la vida. Y así, cuando vienen los fracasos y la exposición a la realidad, son mucho más vulnerables.

El panorama, no cabe duda, es preocupante. Pero no hay que confundir la satisfacción con la vida con la salud mental. Para hablar de este concepto hay que tener medidas objetivas y evidencias científicas, hay que objetivar y diferenciar lo que es insatisfacción y patología social de lo que es salud mental, que no consiste en preguntar «¿cómo te va la vida?». Las personas que puedan tener un trastorno psicológico pueden estar insatisfechas con su vida, o menos satisfechas, pero eso no significa que cualquier persona que esté insatisfecha tenga problemas de salud mental y menos en la etapa infanto-juvenil.

El problema real, nada nuevo en la historia, es qué hacer con la juventud, qué perspectivas tienen los jóvenes y cómo van a afrontar el futuro. No es un problema nuevo, por supuesto, pero hay que tener en cuenta los nuevos elementos que han aparecido en el mundo y qué lo hacen diferente al de generaciones anteriores. Lo que no es admisible es que el reflejo de esta situación tenga que ver con el concepto de salud mental que se nos quiere hacer ver ahora. Esto no deja de ser un reduccionismo al que nos quiere llevar el pensamiento dominante, lo políticamente correcto.

Se escandalizan de las cifras de trastornos, de suicidios, de consumo de fármacos y creen que la solución es más recursos socio-sanitarios, machacan insistentemente en la de culpabilización social, etc., pero no analizan las raíces del problema que son, en buena parte, la consecuencia de asumir los postulados de una forma de ver el mundo descreída, narcisista, ególatra y hedonista, con una escala de valores distorsionada alejada de la trascendencia y la esperanza. Un pensamiento que solo quiere el placer por el placer, lo inmediato, la satisfacción de los impulsos, la felicidad, real o secundaria ligada a paraísos artificiales e inmediatos. Si educas en estos presupuestos sociales e individuales, estás creando personas inmaduras y frustradas, porque la vida no es eso y tarde o temprano se impone una realidad que muchos jóvenes no son capaces de afrontar. Es necesario cambiar el mensaje de vida fácil por el de vida responsable cuyo significado muchos menores desconocen porque no se les ha enseñado. Todo esto va unido, que nadie lo olvide, a la real falta de oportunidades que se ofrecen en muchos casos y, en otro sentido, a la asunción de postulados neoliberales de competitividad extrema fomentado por los padres y por la sociedad en su conjunto.

Hasta hace no tanto el progreso social parecía garantizado y que, más allá del empuje que se diese en cada época, se acabaría consiguiendo este de forma paulatina, tarde o temprano. Ahora más bien da la impresión de que el retroceso es inevitable y que la tarea de las próximas generaciones consistirá, más que en progresar y construir su propio futuro, en deshacer los entuertos que les dejamos como herencia sus mayores, si es que todavía están a tiempo. No cabe la menor duda de que la reciente pandemia ha tenido un impacto importante en la vida de millones de jóvenes y que ha agudizado los problemas de su relación con el entorno y las interpersonales, con consecuencias en la salud mental y en  mayores tasas de estrés, ansiedad y depresión. Dado que el suicidio, como hemos señalado, es en algunos países la segunda causa de mortalidad entre los ciudadanos menores de diecinueve años, la salud social y mental tiene que hacer reaccionar a los dirigentes y la sociedad europea.

Es necesario que la sociedad valore y potencie los factores protectores familiares, personales y del entorno, como son el apoyo familiar y social, favorezca sin catastrofismos un proyecto estimulante de vida, la trascendencia y la práctica religiosa, el acceso a los medios sanitarios y profesionales y la comunicación eficaz con la promoción de la salud mental, además de quitar estigmas y hacer campañas de prevención del suicidio. Hay que resaltar con convicción que uno de los factores protectores más importantes para una persona, en este caso joven o adolescente, que experimenta una crisis de salud mental está relacionado con la fe, ya que la espiritualidad y la religión pueden ser importantes elementos disuasorios para el suicidio. La investigación ha demostrado que las personas con afiliación religiosa tienen niveles más altos de apoyo social, bienestar personal y razones para vivir. Participar en creencias y prácticas espirituales ofrece conexión, significado y propósito, todo lo cual contribuye a sentirse más esperanzado y tener una vida más satisfactoria.

Resumiendo, valores: equilibrio, realismo, responsabilidad; sistema educativo real, exigente pero no competitivo; madurez, sin que primen la compasión y la sobreprotección; realización individual y social en un proyecto sugestivo de vida; vivir en el presente con esperanza en el futuro y en una modernidad con bases sólidas.