ARGUMENTOS
La ley trascendental de la política
Internamente, los partidos políticos son oligárquicos y no tienen más remedio que serlo, y, externamente, funcionan como oligarquías. Los más oligárquicos son los que alardean de su superioridad moral.
Publicado en El mentidero de la Villa de Madrid (11/11/2023). Tomado de la revista Altar Mayor (enero-febrero de 2017), editada por la Hdad. del Valle de los Caídos. Ver portadas de Altar Mayor y El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
La ley trascendental de la política
1. Ferdinand Lassalle, el fundador de la socialdemocracia partidaria de la revolución legal permanente hasta establecer el Estado comunista –el socialismo evolucionista de Bernstein y otros, principalmente austriacos, en contraste con el socialismo revolucionario de Marx y, sobre todo Lenin–, había rebautizado la ley de bronce de los salarios de David Ricardo para darle más énfasis, como ley de hierro. Y al estudiar la organización y el funcionamiento del partido socialdemócrata alemán Robert Michels la llamó la ley de hierro de la oligarquía. Desde la publicación en 1911 de su famoso libro Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, las alusiones a la ley de hierro de la oligarquía se han restringido generalmente a los partidos, que, naturalmente, o la ignoran o la niegan.
2. Sin embargo, les guste o no, los partidos políticos –cuyo tiempo ha pasado según Paolo Mancini–, [1] en modo alguno son inmunes a la ley de hierro. Internamente, son oligárquicos y no tienen más remedio que serlo, y, externamente, funcionan como oligarquías. Por supuesto unos más que otros. Y no hace falta decir, que son los más oligárquicos los que alardean de su superioridad moral, como suele ocurrir con los de izquierda, que recuerdan en esto, a sabiendas o sin saberlo, a Saint-Just y a Robespierre, generalmente sin su honradez personal. Es un tema muy estudiado también por Gaetano Mosca (1884), Moisei Ostrogorski (1912) y Wilfredo Pareto (1917). Escritores a los que podrían añadirse Schumpeter, James Burnhan, E. H. Carr, etc.
Sin embargo, aunque se menciona como una ley general de la política, no ha inspirado muchos estudios a pesar de la afirmaciones de Michels en el prólogo de 1915 a la edición inglesa de su obra, de que es «una ley sociológica más allá del bien y del mal» y «la democracia conduce a la oligarquía y contiene necesariamente un núcleo oligárquico». Tal vez por temor a que se interpreten como una crítica a la sacralizada democracia, que condiciona, paraliza y descompone como una religión a las mismas iglesias.
3. Efectivamente, se abusa tanto de la palabra democracia, que funciona como una religión política o de la política, de modo que se aplica a cualquier cosa: es democrático lo que llama así quien pronuncia esa palabra mágica. Decía Maquiavelo que, si Ilprincipe no es religioso, debe parecer que lo es según la religión de los ciudadanos, y son raros los gobiernos, partidos, gobernados y súbditos administrados que no presumen de demócratas; y muchos menos los que se atreven a negar o renegar de la inexistente democracia real existente formalmente que predica el pensamiento único socialdemócrata. Los discrepantes, ya se sabe: son fascistas, de extrema derecha... o lunáticos en el mejor de los casos. Por poner un ejemplo extremo: ¿quién se atrevería a decir que no es demócrata en alguna democracia popular?
Lo mismo los partidos políticos. Cuando mencionan 'su' democracia interna o apelan a ella, o bien se trata de engañar a los miembros o simpatizantes o es una falacia o una mentira coram populo o no saben de qué hablan. Esto último es cada vez más frecuente, dada la indigencia intelectual, por no hablar de la estética y la moral, de la masa de impostores que han conseguido acaparar la vida política. Un síntoma muy inquietante. No es de extrañar, que la democracia esté en quiebra manifiesta y se hable de la necesidad de superarla. Los autores de Beyond Democracy defienden abiertamente la necesidad de abandonarla esgrimiendo buenas razones:
«Una de las grandes ilusiones políticas de nuestro tiempo es la democracia. Muchas gentes se creen libres porque votan. Oponen democracia y tiranía. Y como no viven en Corea del Norte o en Cuba, se creen libres. Pero tal como se ve hoy a los Estados modernos invadir la esfera privada como jamás anteriormente, cuando la expoliación ha tomado las formas que en modo alguno pudo imaginar un Bastiat en el siglo XIX, es que no funciona la democracia»[2].
4. Los libertaristas holandeses tienen bastante o toda la razón desde el punto de vista de lo que llamaba Isaiah Berlin libertad negativa, la libertad de. No así en la perspectiva de la libertad para o libertad positiva, si se tiene en cuenta la ley de hierro: la democracia es la única manera de controlar a la oligarquía en cualquier estado de la sociedad, sea el aristocrático o el democrático en el sentido de Tocqueville. La palabra democracia no tiene sentido sin la libertad política. En Europa, tendió a entenderse como un concepto que identifica el estado de la sociedad con la forma de gobierno[3]. Divulgada como sinónima de igualdad devino un mito y una superstición. De ahí, que, al degradado estamento de los políticos, dada su idiocia, quizá congénita, le resulte ya muy difícil saber, en qué consiste: una consecuencia de la tendencia a seleccionar a los peores (la democracia morbosa de Ortega). Le pasa lo mismo, con más motivos, a la gente corriente, víctima de su propaganda y de la destrucción sistemática del sentido común por la intensa politización del pensamiento creciente desde la revolución francesa, intensificada por el triunfo del modo de pensamiento ideológico totalitario en el siglo XX[4]. La democracia sería en palabras de Borges, «una superstición muy difundida, un abuso de la estadística».
En su desconcierto, el pueblo está empezando a pensar de la democracia de la que habla todo el mundo como Federico Bastiat: «la democracia ilimitada es, igual que la oligarquía, una tiranía extendida sobre un gran número de personas».
5. Como una excepción, Gonzalo Fernández de la Mora definió la ley de hierro de la oligarquía en La partitocracia[5] –un libro más actual que el de Michels, limitado a los partidos, pues va al fondo del asunto–, como la ley trascendental de la política. En efecto, dada la naturaleza humana, la oligarquía no es sólo connatural a las organizaciones y una forma posible del gobierno, sino una ley inmanente a todas las formas histórico-políticas y de los gobiernos, que han sido, son y serán. De ahí que el objeto, explícito o implícito, del modo ideológico de pensar, y de todas las ideologías más o menos utópicas que emanan de él, sean mecanicistas –prácticamente extinguidas como diagnosticó también Fernández de la Mora en El crepúsculo de las ideologías– o biologicistas –que están en boga, o de moda–, consista en modificar la naturaleza humana para construir un hombre nuevo, la idea clave del modo de pensamiento pseudocientífico totalitario dominante, que se presenta y acepta como democrático.
6. La ley de hierro de la oligarquía pertenece a la metapolítica. Es un presupuesto, en el sentido de Julien Freund[6], subyacente desde siempre al auténtico pensamiento político. El de Platón, el fundador de la filosofía política, o la ciencia (epistémé en el sentido griego, contrapuesta a techkné, técnica o arte) política de Aristóteles serían ininteligibles sin tenerlo en cuenta. Explica también, por ejemplo, la doctrina de la forma mixta de gobierno. Para Maquiavelo, el motor de la historia era la lucha entre las oligarquías; y el pensamiento de Marx –no el marxista– es muy aprovechable políticamente, si se sustituyen las clases por las oligarquías.
7. A la verdad, Fernández de la Mora no distinguía claramente entre el Gobierno, el lugar formal del poder político directo, y el Régimen, el lugar real de los poderes indirectos y las influencias. Pero sostenía, que los gobiernos son siempre oligárquicos con independencia de las circunstancias, el talante, las intenciones, la voluntad, los deseos, las pasiones, los sentimientos, las ideologías, los programas, la propaganda, las promesas y las ilusiones de los escritores políticos y, por supuesto, de lo que digan los políticos y los intelectuales orgánicos autoengañándose o para engañar a los demás.
«Quien habla de organización habla de oligarquía», decía el propio Michels. Una poderosa razón por la que la democracia no puede ser tan igualitaria como prometen y pretenden la democracia social, la democracia económica, la justicia social, etc., fórmulas de la demagogia inherente a la revolución permanente cuyo deus ex machina es el Estado, el deus mortalis de Thomas Hobbes. El Estado, decía Nikolaus Koch, es «una revolución permanente y explosiva», intensificada en el caso del Estado democrático[7]. Como dijo Tácito, «el poder [humano] no es estable cuando es ilimitado».
8. La ley de hierro de la oligarquía es también la causa de que el poder esté en todas partes, como observó Michel Foucault, sin distinguir, por cierto, entre autoridad y poder. Y asimismo, lo que da sentido a la citadísima frase de Lord Acton «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Es también una de las causas de que no pueda existir un mínimo de orden sin una jerarquía que haga cumplir las reglas correspondientes a cualquier forma de ordenación, sea en el orden político, el religioso, el estético, el moral, el social, el deporte... o el juego, en el que veía Huizinga el origen de la cultura. Y si hasta la cultura requiere orden, lo que implica diferencias, tampoco puede prescindir la democracia de las reglas pertinentes. Este es justamente el problema de la democracia: las reglas que la hacen posible, veraz y capaz de controlar –no de anularla, que es imposible– a la oligarquía, cuya idea de la política es aproximadamente la de Paul Valéry: «el arte de evitar que se entere la gente de lo que le atañe».
9. El efecto decisivo de la ley de hierro consiste en que configura o estructura los regímenes políticos condicionando al gobierno cualquiera que sea su forma: el régimen de la monarquía, la aristocracia, la democracia y sus respectivas variantes es siempre oligárquico, incluidas las formas mixtas. Éstas son una manera de intentar debilitar, contener o contrarrestar la decadencia de las formas políticas, que sobreviene sobre todo, cuando la corrupción de las oligarquías hace imposible la convivencia[8]. Pues, suponiendo que el gobierno no sea directamente oligárquico, como es el caso de los totalitarios –la vanguardia leninista del proletariado, los partidos en el caso del Estado de partidos...–, la cuestión es el grado de influencia de las oligarquías del régimen: primero, en la formación del gobierno y luego, en su manera de actuar. Como todo gobierno está supeditado al régimen es inevitablemente oligárquico, de modo que la gente –los gobernados, que no es exactamente lo mismo que los administrados o los súbditos– debiera desconfiar tanto del gobierno como de los partidos, aunque sean los suyos. Pues, la elección de los mejores, los más prudentes –la prudencia es la primera virtud del político–, aunque sean además independientes y tengan también la virtud de la fortaleza, no es de por sí una garantía. Para que la gente no desconfíe e incurra en el sacrilegio de no participar en el ritual del voto, están la propaganda y, no pocas veces, la amenaza con distintas variantes como la imposición legal de la obligación de votar[9].
10. Curiosamente, no se habla hoy mucho de la oligarquía como una forma concreta del gobierno, salvo para anatematizar a los adversarios o enemigos políticos. Se ve como una degeneración o herejía de la religión democrática, de modo que, cuando se alude a la oligarquía es sólo para denunciar situaciones obvias de abuso de poder, como la presente, y circunscribiendo a lo sumo la extensión del término a los aspectos económicos: para denunciar el hecho de que miembros y afines de los partidos están robando descaradamente a los pueblos aprovechándose de su posición.
Sin embargo, son hoy los gobiernos, con la ayuda creciente de la técnica –la informática por ejemplo, que los ingenuos consideran liberadora–, las mayores élites extractivas sin comparación posible, lo que hace incontenible la corrupción, incluso como medio de defensa o para subsistir. De ello apenas se habla. Se dice en cambio de las multinacionales y otras formas del capitalismo, un fantasma, pues no es un individuo histórico[10].
Ahora bien, ni las multinacionales ni el malvado capitalismo explotarían a los pueblos sin la connivencia de los gobiernos oligárquicos, cuyo ideal es, justamente, el capitalismo de Estado, que, éste sí, no es un fantasma: el Estado –que no ahorra sino que recauda impuestos y produce o fabrica dinero– y el capitalismo son connaturales, como observaron Schumpeter, Müller-Armack[11] y otros. La esencia del capitalismo de Estado puede describirse sin necesidad de acudir a Lenin y otros camaradas con la conocida frase del condottiero Mussolini: «nada contra el Estado, nada fuera del Estado, todo para el Estado, todo a través del Estado». Todo pertenece al gobierno, cuando y como quiera.
11. Estados y gobiernos que se proclaman democráticos, han devenido magna latrocinia, como decía san Agustín en su tiempo. Mas, en el mundo del positivismo jurídico extremado a lo Kelsen, personaje que domina el pensamiento sobre el Derecho, lo que preocupa a los críticos, es la corrupción ilegal, como si fuese legítima la legal, la corrupción intrínseca –moral, estructural e ideológica– de los sistemas políticos, en los que, como decía Descartes, «la multitud de leyes presta frecuentemente excusas a los vicios».
El poder político es el poder supremo, pues decide sobre el modo de convivir. Gobiernos y partidos que se entremeten legalmente en todo –pueden concurrir también los sindicatos y otros poderes indirectos cuando se les considera órganos del gobierno o del Estado– son la causa eficiente de la corrupción moral, estructural y material establecida y fomentada por las oligarquías para afirmar su dominio sobre la masa del pueblo.
12. La corrupción legal es mucho más grave, mayor y más perniciosa que la ilegal, que pude ser meramente defensiva en muchos casos frente a la legal. Por ejemplo, frente a los intrínsecamente corruptos e intrincados sistemas fiscales legales, que se ingenian para explotar a los gobernados, convertirles en sospechosos permanentes de defraudar al fisco y atemorizarles. Pues, lo que se denominaba hace tiempo, algo eufemísticamente, terrorismo fiscal, ha llegado al punto en que el fisco tiene que actuar como una policía paralela a la criminal para poder funcionar. Decía Hannah Arendt: «si la legalidad es la esencia del Gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria», que puede ser física, como en la URSS y la Alemania nacionalsocialista, o legal.
13. El caso de los impuestos es muy ilustrativo de lo extraño de la situación: no existen auténticos movimientos de resistencia. Los que se presentan como antisistema quieren más impuestos, y no parece que vaya a cumplirse la profecía de Nostradamus de que «la gente se negará a pagar impuestos al rey».
El derecho de resistencia era fundamental en cualquier régimen libre. No sólo los impuestos; hay muchas más cosas que podrían o debieran suscitar la apelación a ese derecho. «El silencio del pueblo, reza un proverbio francés, es un aviso para el rey». Pero se han olvidado de él las mismas iglesias, entre otras causas, porque, como decía Tocqueville, la democracia «immatérialise le despotisme». ¿Ha amortiguado la democracia el sentimiento natural del Derecho? ¿Se ha impuesto hasta tal punto l'esprit du bien-étre inherente a la democracia según Tocqueville?
Al utilizarse la palabra democracia para todo, no se percibe, o quizá no se quiere percibir por comodidad, incapacidad o temor, el alto grado de corrupción que conlleva la mayoría de la legislación actual, ya que la instrumentalización del Derecho convertido con fines de dominación en política jurídica, igual que en la Unión Soviética, constituye el medio con el que actúan los gobiernos y los partidos democráticos.
14. Que la revolución se legitima a sí misma es una creencia casi popular desde la revolución francesa. Y considerándose justificados y legitimados por la revolución permanente para conseguir la sociedad justa, die wahre Democratie, la verdadera democracia de que hablaba Marx –y siguen hablando los marxistas confesos (que es raro hayan leído algo de Marx y menos aún entendido) y los inconfesos, así como la muchedumbre de los demagogos y arribistas de izquierdas y de derechas–, tanto los gobiernos como los partidos y sus afines pueden decir: nihil a me alienum puto, nada me es ajeno, dando lo mismo que se trate de bienes materiales, inmateriales o espirituales. La única restricción consiste en que se haga todo legalmente, como mandaba Rousseau. Lo legal no es sin más lo legítimo, que tiene una connotación moral. La inversión totalitaria –algunos como el norteamericano Wolin describen la situación actual como un totalitarismo invertido–, consiste en que lo legal sea lo único legítimo: es legítimo todo lo que es legal si se ajusta al procedimiento establecido por los gobiernos oligárquicos. El positivismo jurídico lleva inexorablemente al totalitarismo –que sería más exacto llamar colectivismo–, para el que «legalidad quiere decir sumisión y disciplina»[12].
15. Lo propio de la corrupción de los regímenes y los gobiernos no es la corrupción económica. Esta es sólo la forma más visible. Pero es un efecto, en cierto modo secundario, una consecuencia, de la corrupción moral y la corrupción política concretadas en la corrupción jurídica. De la primera, cuando las leyes oligárquicas pervierten la moral natural universal autorizando, protegiendo y fomentando por ejemplo, pero no únicamente, lo que se llama la cultura de la muerte y otras prácticas más o menos concomitantes; una suerte de moralidad nihilista acorde con lo que consideran políticamente correcto las oligarquías que mandan, pero no sólo no ordenan sino que desordenan. La segunda no es independiente de la primera, pues tiene la autonomía que se concreta en las leyes que pueden considerarse políticas: constituciones, leyes electorales, leyes penales en lo que conciernen a los intereses estatales, como los fiscales, leyes administrativas, leyes que dividen a los gobernados, les impiden moverse o trabajar libremente, regulan la educación, los medios de comunicación, etc. Esta corrupción repercute en la vida social facilitando el auge de la corrupción moral que la desintegra al introducir la sospecha permanente para reproducir la lucha de todos contra todos en el imaginario estado de naturaleza descrito por Tomás Hobbes. Como sólo el gobierno oligárquico está en condiciones de pacificarlo, establece un modo de orden securitario colectivista o totalitario. La lucha se disfraza a veces de guerra de los derechos amparada en los derechos humanos. La fomentan los gobiernos y los partidos como algo normal para parecer humanitarios, justos y benéficos, introduciendo simultáneamente la discordia entre los gobernados al alterar el equilibrio entre los grupos sociales conforme al principio divide et impera. Pues, en la competición para conseguir sus favores, se aseguran al mismo tiempo numerosas clientelas serviles.
16. Especialmente en la democracia, es la oligarquía más que una forma del gobierno. Como decía José Luis López Aranguren, «bajo la apariencia de la democracia, prospera en realidad una oligarquía», de modo que lo importante sociológicamente son las fuerzas reales de cualquier tipo, que operan detrás del aparato del gobierno. Muchas de ellas son invisibles como tales fuerzas, limitadas aparentemente a los partidos. «Los pasillos del poder» de que hablaba Schmitt[13]. No es extraño que sea la mentira la fuerza que dirige políticamente el mundo, como observaba Revel. Los gobernantes y los militantes de los partidos son con frecuencia personas interpuestas, las instituciones jurídico-políticas una superestructura ad usum delphinis, y los poderes legislativo y ejecutivo delegaciones del poder efectivo, lo mismo que el judicial cuando el orden moral y político está suficientemente degradado. Como dice Pierre Manent, quien no es precisamente un marxista, «la minoría de los que poseen el capital material y cultural manipula las instituciones políticas en su propio beneficio». Emboscadas las oligarquías democráticas en la jungla legislativa, uno de los grandes problemas actuales es la dificultad de saber, dónde está el poder efectivo o quien gobierna. Lo ilustra la proliferación de teorías conspiratorias.
17. Hannah Arendt veía la democracia moderna como una variante del gobierno oligárquico. Pero lo cierto es que la crítica a la democracia es casi un tabú. En cambio, es muy popular la célebre frase de Lincoln «la democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo». Se trata de un peligroso sofisma, pues omite la ley de hierro. Hasta Rousseau reconocía que jamás gobierna el pueblo: es mentira que la democracia sea el gobierno de la mayoría, sencillamente porque no es así ni es posible. El dictum de Lincoln constituye una prueba de cómo la omisión o ignorancia de la ley de hierro induce al engaño y al autoengaño y facilita el trabajo a la demagogia en que ha desembocado hace tiempo la democracia más o menos real existente, conforme a la otra ley inexorable que afecta a los regímenes: la ley de la anacyklosis, conocida ya por Platón y Aristóteles pero enunciada por Polibio: «Todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio». De ahí el invento de la forma mixta del gobierno como un fármaco capaz de contener la decadencia de los regímenes o prolongar su existencia. La exageración del principio oligárquico, aunque se disimule acaba en la demagogia, generalmente como una mezcla de plutocracia y oclocracia, conocida a veces como populismo: mandan los ricos aparentando que manda la plebe.
18. La representación democrática es hoy en día la autorrepresentación de los demagogos. No se representa al pueblo, al que se engaña o seduce, ni se gobierna para el pueblo sino para sus intereses y los de sus amigos y clientes. Y lo que se hace por el pueblo es sólo para seducirle y aficionarle al carpe diem mediante el panem et circenses. Naturalmente en su propio beneficio. Escribió Etienne la Boétie hace unos cinco siglos:
«Embrutecer a los súbditos, no se puede conocer más claramente que por lo que hizo Ciro a los lidios cuando, tras haberse apoderado de Sardes, la capital de Lidia, se le dio la noticia de que los sardos se habían sublevado. Pronto los hubo reducido bajo su mano; más, no queriendo saquear ciudad tan bella, ni verse siempre en la dificultad de mantener en ella un ejército para guardarla, se le ocurrió un gran remedio para asegurársela: estableció burdeles, tabernas y juegos públicos, e hizo publicar una disposición según la cual sus habitantes debían frecuentarlos. Esta guarnición resultó tan eficaz, ironizaba Étienne de La Boétie, que desde entonces nunca más fue necesario utilizar la espada contra los lidios: estas pobres y miserables gentes se entretuvieron en inventar toda clase de juegos»[14].
19. El reconocimiento de la naturaleza oligárquica de los regímenes y los gobiernos es una de las regularidades de la política de las que hablaba Gianfranco Miglio recogiendo ideas de Ostrogorski, Mosca y Pareto sobre la clase política. No pueden existir ningún gobierno ni ningún Estado que sean completamente neutrales, como pensaba Bodino, ni completamente objetivos, como pensaba Hobbes, en relación con el pueblo. La neutralidad es el mito en que se fundamenta el Estado de derecho, pues todo Estado o gobierno, por muy revolucionario que sea, es de derecho. Gobiernos y Estados son oligárquicos, tanto por su origen como por su dependencia del régimen y se organizan y funcionan mediante el Derecho. Cuestión distinta es si se trata verdaderamente del Derecho, en el que es fundamental la distinción entre legítimo y legal, o de la legislación, cuya distinción fundamental es entre procedimiento y legalidad.
La única diferencia real es la existente entre los gobiernos sin Estado y los Estados. Las estructuras de los primeros son más lábiles y flexibles y no facilitan el establecimiento de oligarquías permanentes –que cristalicen como decía Pareto–, llegando quizá a ser hereditarias, estamentales. En cambio, las estructuras científico-técnicas estatales favorecen de modo especial a las oligarquías, como venía a decir Carlos Marx, que era por eso antiestatista, pues establecen su propia legalidad. Lenin las utilizó en cambio para construir su nomenklatura doctrinalmente revolucionaria.
20. El régimen puede intensificar o disminuir el grado de oligarquización de los gobiernos y, por tanto, su neutralidad y parcialidad. Depende del grado de moralidad o inmoralidad que acepte la llamada sociedad civil, que, abandonada prácticamente en Europa, por las iglesias, carece por sí sola de capacidad de resistencia. La ley histórica de la cultura y la civilización europeas es la tensión permanente entre la autoridad espiritual y los poderes temporales[15].
Las iglesias, custodias por definición del éthos o moralidad colectiva pero quizá acomplejadas o confusas, hace tiempo se desentienden del pueblo y se dedican a otros menesteres, como hacer propaganda misericordiosa del islam, o se pliegan de hecho a la moral interpretada o dictada por los gobiernos. Moralidad que tiende a coincidir con la de las oligarquías y demás poderes indirectos económicos, políticos, sociales, ideológicos, mediáticos, ONGs (que por cierto han prohibido en Rusia), etc., que operan dentro del ámbito de la soberanía, el de lo público, que, al haberse ampliado tanto, es prácticamente el de la sociedad entera, bastante sovietizada.
21. La sovietización, intensificada por la revolución culturalista de mayo de 1968, es, en efecto, una característica de la cultura de las sociedades actuales[16]. El hegelianismo marxista-leninista reducía la sociedad civil, die Bürgergesellschaft, a la vida económica. Gramsci recuperó en cambio el concepto de sociedad de Hobbes, que abarca todo lo que no es el ámbito de la soberanía estatal, como el conjunto mecánico de los individuos del pueblo, un concepto orgánico. El régimen, al que llama la sociedad política, enlaza el poder político con la sociedad civil. Otra forma de entender el régimen es, en el caso de la nación-Estado, como la nación política de los oligarcas de la que habla Gustavo Bueno, distinta de la nación histórica, la nación real, que alemanes y anglosajones llaman también nación cultural. Ernst-Wolfgang Böckenförde habla simplemente de lo prepolítico, anterior al Estado o gobierno: el orden social como distinto del orden político, que estaría superpuesto, y que, como en la actualidad carece de fundamento, plantea el grave problema de la falta de presupuestos del Estado[17], que sería por tanto ilegítimo. Es el llamado dilema de Böckenförde:
«El desprendimiento del orden político en cuanto tal de su determinación y configuración (Durchformung) religiosa-política, su mundanización en el sentido de la salida de una previa unidad del mundo religiosa-política a una fijación propia de objetivo y legitimación concebida (políticamente) mundanamente; en definitiva, la separación del orden político de la religión cristiana y de toda religión concreta como su fundamento y su levadura. Esta evolución pertenece también al origen del Estado. Sin este aspecto, afirma Böckenförde, no cabe concebir el proceso del Estado tal como ha sido ni el problema fundamental del orden político que se plantea en el Estado actual»[18].
22. El principio protestante cuius regio eius religió está siempre en estado latente. Ensimismado, ausente o retirado de la escena el pouvoirespirituel, ni la nación histórica ni lo prepolítico pueden resistir in thelong run a la inversión o disolución de la cultura impulsada por el poder temporal.
Para Gramsci, era fundamental conseguir la hegemonía cultural mediante la educación, la penetración en las instituciones –consideraba muy importante, casi decisivo, penetrar en las iglesias– y la propaganda en vez de conquistar el Estado a lo Lenin, a fin de realizar la revolución marxista. Venía a coincidir con la socialdemocracia de Lassalle. La cultura hace que la opinión de la sociedad civil, lo prepolítico o la nación histórica o real, reconozca y acepte el régimen con mayor o menor entusiasmo o resignación, como parte del poder público. Depende del grado en que esté manipulada: «La democracia es la voluntad del pueblo. Todas las mañanas me sorprendo al descubrir en el periódico cuál es mi voluntad», suele decir un comediante holandés.
Las ideologías, la educación, la propaganda de los gobiernos y los media durante generaciones, intensificadas desde la Gran Guerra de 1914-1918, y aún más desde la Segunda Guerra Mundial bajo la influencia de la propaganda soviética, de la Escuela de Franckfurt, Gramsci, los partidos comunistas y socialistas, las universidades norteamericanas, los medios de comunicación –«la televisión es la violación de las masas» (J.-F Revel)–, etc., han infantilizado a los pueblos europeos como en la ciudad de los lidios. Sin la propaganda, decía también Revel resumiendo todo eso, no existiría el socialismo, es decir, el colectivismo, es decir, el totalitarismo, es decir, el estatismo, o sea, los Estados y gobiernos como patrimonio de las oligarquías.
El gobierno o el Estado seguirían siendo oligárquicos, pero más diferenciados o independientes del régimen y la nación política. Existirían sólo el orden social como lo prepolítico y el orden político. En tal caso, el factor oligárquico no estaría tan difuso si el gobierno no fuera estatal. Está más difuso y mucho más confuso en el del gobierno administrador del Estado, pese a estar sometido a las reglas de la estatalidad: a la ratio status, ampliada desde la revolución francesa como l'ordre publique, lo público como dominador de lo privado.
23. Los Estados y los Gobiernos son muy fuertes frente a los gobernados o administrados aislados entre sí por la política democrática del divide et impera, que aplican las burocracias políticas con sus leyes innumerables. Javier Esparza cita a Chesterton:
«Nuestra sociedad ha llegado a desarrollar una burocracia tan inhumana que casi parece espontánea, natural. Se ha convertido en una segunda naturaleza: tan indiferente, remota y cruel como ella. Otra vez regresa el caballero errante a los bosques sólo que, ahora, no es entre los árboles donde se extravía, sino entre las ruedas del maquinismo. [...] Hemos encadenado a los seres humanos a una maquinaria gigantesca y no podemos predecir en qué parte dejará notar sus fallos. La pesadilla de don Quijote ha encontrado justificación. Porque los molinos de hoy son verdaderos gigantes».
Chesterton falleció en 1936. Gobiernos y Estados eran entonces mucho más pequeños y estaban menos sovietizados que los actuales. Carcomidos debido a su elefantiasis por innumerables poderes e influencias indirectos, han devenido paradójicamente cada vez más anárquicos. La situación es de desorden creciente acercándose al caos en Europa, donde las oligarquías arrasan el éthos tradicional en el sentido de histórico y por tanto fundamentante, casi proscrito. Como nota Böckenförde, esto afecta al Estado, cuyos gobiernos son desgobiernos, categoría descrita por Alejandro Nieto.
24. Carl Schmitt, quien se consideraba uno de los últimos defensores del Estado, escribió en el prólogo a la edición de 1963 de El concepto de lo político: «La época de la estatalidad ha llegado a su fin. Sobre esto, no merece la pena perder el tiempo».
¿Ha agotado definitivamente el Estado todas sus posibilidades?
¿Estará dejando el paso la revolución permanente estatal a una situación de desorden permanente, en realidad indefinida hasta que se imponga un nuevo orden?
¿Se está entrando en una nueva época a la que precede un interregno?
¿Será que sigue a la implosión del Imperio de los soviets la de su réplica, los Estados y gobiernos socialdemócratas?
¿Se cumple una vez más la vieja ley de la anaciklosis, de la evolución de las formas del gobierno?
¿Ocuparán las naciones el lugar que les había usurpado el Estado?
La inseguridad, la incertidumbre y los temores de las masas, que empiezan a sentirse engañadas por las clases dirigentes, están en aumento, y, de acuerdo con la experiencia histórica, podría ocurrir cualquier cosa.
25. El tema eterno de la política es la forma y la medida en que la libertad política o colectiva del pueblo es capaz de frenar a la oligarquía. Bakunin, el príncipe de la anarquía, describía así la libertad política:
«Sólo soy libre cuando todos los seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. Lejos de limitar o negar mi libertad, la libertad de los demás es su condición necesaria y su confirmación. Sólo soy libre en el verdadero sentido de la palabra, en virtud de la libertad de los demás, de manera que, cuanto mayor es el número de personas libres que me rodean, y cuanto más amplia, profunda y extensa es su libertad, más profunda y extensa será la mía».
Bakunin se proclamaba ateo. Pero su descripción de la libertad política es una versión laica, laicista en su caso pues se proclamaba ateo, del segundo mandamiento.
[1] Il post partito. La fine dellegrandinarrazioni. Bolonia, Il Mulino 2015.
[2] E. Karsten/K. Beckman: Dépa ser la démocratie. París, Institut Coppet 2013. Pról. p. 11.
[3] Vid. D. Cardón Morillo: Tocqueville. La libertad política en el estado social. Madrid, Delta, 2007.
[4] El sentido común, esencial en política, empezó a quedar relegado al ámbito de lo privado, en el que ha sido también semidestruido o puesto en cuestión. Vid. M. Crapez: Défense du bon sensou la controverse du senscommun. París, Éds. du Rocher 2004.
[5] Madrid, Instituto de Estudios Políticos 1977.
[6] La esencia de lo político. Madrid, Ed. Nacional 1962.
[7] Staatsphilosophie und Revolutionstheorie. Zurdeutschen und europiiischenSelbstbestimmung und Selbsthilfe. Hamburgo, Holsten-Verlag 1973. Espec. 10, pp. 96ss.
[8] E. A. Gallego: Sabiduría clásica y libertad política. La idea de Constitución mixta de monarquía, aristocracia y democracia en el pensamiento occidental. Madrid, Ciudadela 2009.
[9] «El papel de la fuerza, incluso en los Estados democráticos más avanzados, es realmente más constante y más notable de lo que los demócratas más sentimentales quisieran admitir». M. Revelli: La política perdida. Madrid, Trotta 2008. 1. pp. 26S.
[10] Vid. O. Hintze: «El capitalismo moderno como individuo histórico». En Feudalismo. Capitalismo. (Recopilación de G. Oestreich). Barcelona/Caracas, Alfa 1987.
[11] Genealogía de los estilos económicos. México, Fondo de Cultura, 1967.
[12] Carl Schmitt: «La revolución legal mundial. Plusvalía política como prima sobre la legalidad jurídica y supralegalidad». Revista de Estudios Políticos. N° 10 (1979).
[13] Cf. V. Sorrentino: Ilpotereinvisibile. Ilsegreto e la menzogna in política. Molfetta, la meridiana 1998.
[14] Discurso de la servidumbre voluntaria. Madrid, Trotta 2008. [10], p. 36.
[15] Cf. por ejemplo, L. von Ranke: Sobre las épocas de la historia moderna. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales 2015.
[16] Sobre la sovietización del arte, A. García-Trevijano Forte: Ateísmo estético, arte del siglo xx. De la modernidad al modernismo. México, Landucci 2007.
Conviene distinguir entre bolchevización, un fenómeno histórico-político estrictamente ruso, y sovietización, una forma de bolchevización pero de mayor ámbito geopolítico, en tanto circunscrito al pensamiento. Los bolcheviques prohibieron por ejemplo el arte moderno. La sovietización es indiferente, aunque es también una forma concreta del nihilismo anunciado por Nietzsche, implantada en la Unión Soviética y en otras naciones para politizar la cultura, neutralizar –pacificar– la sociedad civil y conquistar intelectualmente las creencias colectivas.
[17] E.-W. Böckenförde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. StudienzurStaatstheorie und zumVerfassungsrecht. Frankfurt a. M., Suhrkamp 1976. «Entstehung des StaatesalsVorgang der Sákularisation». II.
[18] Ibídem. Id. P. 43.