ARGUMENTOS

Señor, estamos contentos.

Un año más vuelves a nuestro encuentro y sigues hospedándote en el pesebre de Belén, un «hostal» que consideramos poco adecuado para ti, aunque siempre has demostrado que no quieres más, que no lo necesitas, dejando entrever, con la inmensa humildad que transpiras, que aunque eres todo, te acoplas con gran facilidad a lo menos.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 151, de Invierno de 2022/23. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP).

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Señor, estamos contentos.

Señor, estamos contentos


A pesar de todo lo que nos circunda, estamos contentos. Porque de nuevo te tenemos aquí, con nosotros. Lo sabemos, siempre estás en nosotros. Permanentemente. Lo queramos o no, gozamos de tu compañía. Hagamos uso o no de los bienes que en cada momento estás dispuesto a darnos. Aunque a veces los despreciemos. Aunque algunos los repudiemos. Incluso cuando hacemos todo lo contrario a lo que nos sugieres. Aunque nos tapemos los oídos para no escuchar lo que dijeras durante Tu vida pública. Antes de que fueras clavado en Cruz precisamente porque no te atendíamos, ni entendíamos. Entonces muchos te escuchaban pero no te oían, como pasa ahora muy frecuentemente, y por ello después de bajar del Monte de los Olivos tomaron el camino del Gólgota.

Un año más vuelves a nuestro encuentro y sigues hospedándote en el pesebre de Belén, un «hostal» que consideramos poco adecuado para ti, aunque siempre has demostrado que no quieres más, que no lo necesitas, dejando entrever, con la inmensa humildad que transpiras, que aunque eres todo, te acoplas con gran facilidad a lo menos.

Muchos de nosotros, en estas fechas, te tenemos en nuestras casas. Y con ello tenemos la oportunidad de echarte continuamente cariñosas miradas. Cada vez que pasamos junto a la representación de Tú nacimiento. Y no son pocas veces las que, con mejor o peor voz, te cantamos un villancico, a través del que intentamos transmitirte todo nuestro amor y recordar el momento en el que José y María no encontraron lugar dónde cobijarse para pasar la noche después de que soltaras el primer llanto entre nosotros. Cumpliste el mismo ritual que todos nosotros para consumar la voluntad del Padre. Porque ese acontecimiento tan significativo tuvo que producirse en un establo próximo a Belén, donde «había algunos animales que daban calor: un buey, un caballo, un burro y una oveja». No en un palacio, en un lugar de primera categoría. Acompañado únicamente por María y José, que, seguro, estarían muy ocupados y preocupados por lo incómodo que tenías que encontrarte entre la paja que servía de alimento a los animales, sin que se les oyera una queja, dándonos una lección con su ejemplo. No era nuevo. Ya sabían cuál era su misión y la habían asumido con entereza cuando el Ángel, en Nazaret, anunció a María que el Padre la había elegido para que acogiera en su seno al hijo que había predestinado para que naciera hombre entre los hombres, entre nosotros, y a José para que, a pesar de sus dudas y temores, se aviniera a representarle como padre tuyo entre nosotros. Eran conscientes de la soledad en la que se iban a encontrar, de que el hijo que habían recibido con todo amor tenía un destino doloroso que tendrían que asumir con entereza, conllevando el sufrimiento.

Lamentablemente, lo hemos apuntado ya, no todos te acogieron con el mismo afecto durante la vida pública que compartiste con nosotros, ni te reconocieron como Hijo del Padre que te había hecho hombre para que nos recordaras las normas que Él nos enseñara y Tú ampliamente al ponerlas de manifiesto a través de las parábolas y el ejemplo que diste al recorrer la tierra elegida para tu ministerio. Si, al parecer, entonces no entendimos demasiado, ahora, a medida que transcurre el tiempo, en vez de ir mejorando, se va produciendo el hecho contrario entre los hijos que engendraron Adán y Eva cumpliendo tu mandato.

Puedes ver cómo el amor que nos recomendaste cada vez se ve más deteriorado; lo olvidamos o lo despreciamos sustituyéndolo con propósitos nocivos, perjudiciales, perniciosos que conducen al desamor; en esa confusión en la que nos encontramos somos capaces de adorar a infinidad de dioses que aparentemente nos facilitan un sinfín de bienes y progresos llenos de prosperidad que no dejan de ser un conjunto de banalidades y frivolidad alejadas de la satisfacción que conduce a la dicha y el bienestar; los hijos que hemos engendrado, en este tiempo, no siempre ayudan al desarrollo de una familia amorosa, tranquila y plena de felicidad; y cegados por nuestro egoísmo, si se llega al cumplimiento del destino mandado a Adán y Eva, queriéndolo o no, y florece la fecundación, con harta frecuencia tomamos la decisión de abortar el hijo por nacer, empujados en no pocas veces por terceros, y promocionado malévolamente por las leyes al uso; pues creyendo el axioma de que vivirán mejor sin ellos, más tranquilos, más felices y tendrán una vida excelente, se tacha el pecado de matar; y si te fijas en la unión de hombre y mujer no es difícil observar que cada vez se encuentra más alejada de la entrega del uno al otro a través de un compromiso duradero, «hasta que la muerte los separe», como manifiestan en el acto del matrimonio al ser bendecidos por los representantes del Dios creador; rompiéndose con demasiada frecuencia cuando esa unión ha tenido fundamento en los principios de la mutua entrega perdurable, del amor duradero, sin la bendición de ese Dios que guía nuestro caminar; recurriendo a fórmulas sustitutorias con demasiada frecuencia, fundamentando el acto en uniones carentes de esa entrega perdurable basada únicamente en los valores convivencia que pueden aportar intereses materiales o un amor condicional; o se recurre a uniones sin más compromiso que la diaria perdurabilidad en la que se sustituye el amor por el sexo.

Por otro lado, Señor, como habrás observado, que cuando parece que la vocación de la generalidad de los hombres se encaminaba a conseguir la mejora en el régimen de vida de la población mundial, de nuevo se rompe esta inclinación y va teniendo lugar la desarticulación de los medios de vida de que promocionan unos u otros, surgiendo grandes imperios mantenidos por seres inmensamente ricos que ansían el dominio del mundo, lo que han dado en llamar el «orden global», apreciándose cómo se llega al objetivo sospechado de ese control absoluto del resto de la población a lo que ellos decidan en todos los aspectos, desapareciendo la libertad del hombre que es uno de los valores concedidos por el Creador a todo nacido.

Señor, todo esto, lo sabes mejor que yo, que nosotros, pues eres capaz de advertir qué pretende cada uno de los mortales, y, sin duda, las intenciones de esos seres especiales que se solazan en el egoísmo, que se revuelcan en el poder sin límites, o que, en voracidad de menor balumba, trituran en un almirez, destruyéndolos, todos los valores que has puesto a nuestro servicio para gozar mejor vida, para una convivencia basada en el amor, para insertar en nuestro interior normas de obligado cumplimiento que son las que nos permiten una vida honesta, tranquila, reposada, generosa, de ayuda a nuestros semejantes.

Tú, Jesús, que naces cada día, que cada día vas cumpliendo años entre nosotros, que a través nuestra te incorporas a los colegios para aprender las primeras enseñanzas, que acudes a las universidades o a las escuelas de trabajo, inicias una vida laboral en uno de los miles de lugares que la sociedad te ofrece, ves cómo el trabajo te va destruyendo poco a poco, llegas a la jubilación, esperas con resignación el día final de tu camino, ves cómo en todo ese devenir se van produciendo fallos, errores, quiebra de los valores, ruptura de la voluntad de cumplir con las obligaciones, con el amor a los padres y a los hijos, viendo de qué forma se origina la muerte de los seres queridos, con el habituado aumento de mortandad en los no nacidos, cómo aumentan los egoísmos, las ambiciones, cómo se pisa a los demás en beneficio propio, cómo surgen las guerras por nada o por intereses o personalismos injustificables, de qué forma tan cruel se produce el abandono de los mayores porque se convierten en estorbo, y de qué modo tan desagradable germina un sinfín de rupturas de aquello que debiera ser una línea recta en nuestro camino hacia el final.

Perdona, Señor Jesús, si parece que vivo en una permanente amargura, que quisiera cambiar todo lo que a mí se refiere para ser más feliz. En modo alguno. De momento no lo necesito, Tú lo sabes. No he sido ambicioso y ahora no vamos a caer en ese error. Me acomodo a vivir con lo que tengo que procuro administrar correctamente. Al hablar de bienes no me refiero a los bienes materiales sino a lo que Tú me induces respecto a que no sea ambicioso, que ame a los míos, que los cuide, y que también intente atender a los de fuera, a los que me rodean o están más allá; procurando ayudar en la comunidad para que ésta mejore, no olvidando cada día hacer examen de conciencia de lo hecho, y, en consecuencia, me imponga remediar el mal que pueda haber cometido. Todo ello mirando al final. Pues si bien no pienso pueda conseguir sobresaliente en todas las asignaturas, al menos confío lograr algún aprobado por los pelos con el propósito de ir ganando escalones en la esperanza de merecer algún notable de vez en cuando.

En estas Navidades, como en las que han precedidos, pondré el clásico Belén. Es más, dado que es vicio sin pecado de la familia, hago colección de esta representación de Tu llegada entre nosotros. Sacaré del armario cuantos he ido logrando de diferentes países de Hispanoamérica y Europa. Y en voz alta, o para mis adentros, cantaré los villancicos de cuando era pequeño, de cuando crecí y, muy principalmente, pondré música navideña que con ella siempre se planifica la alegría, la paz, la tranquilidad. Para mí, cada villancico es una oración, y, según de dónde proceda, disfrutaré de esas oraciones orquestadas o cantadas que en cada lugar te dedican tus hijos.

Y juntaré a mi familia para celebrar Tú natividad. Al menos en los días más significativos. Y ese será un goce inmenso. Aunque mi nieto venga con el perro y algún otro traiga compañía. Todos serán bien recibidos. Y Tú, que estarás con nosotros, bendecirás la mesa cuando a ella nos sentemos.


P.D.: A ti, que lo puedes todo, aunque no nos lo merezcamos, te pediremos eches una mano para que se calmen las guerras –aunque no se lo merezcan los que andan empecinados en ellas–, se enderecen nuestros caminos –que cada vez son más tortuosos–, recordemos las recomendaciones que hiciste a tus Apóstoles y al pueblo elegido para que nosotros también las sigamos. Y que consigas hacernos reflexionar sobre muchas de las leyes perniciosas que hemos de cumplir para que seamos capaces de suprimirlas o reformarlas, así como que podamos conseguir borrar de nuestros diccionarios –aunque sea ficticiamente– palabras como asesinato, lucha, egoísmo, ambiciones y todas aquellas que nos inclinen al desamor. Te lo pedimos, Señor.