SEMBLANZAS
Carta a Enrique de Aguinaga (que está en los cielos).
En el centenario de su nacimiento, hoy hace cien años, y después de su muerte, a los 99 años
Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid (2/OCT/2023), en un espacial dedicado exclusivamente a su persona. Ver portada de El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.
Querido Enrique:
Eran las diez y media de la mañana cuando te llamé por teléfono. No pude hablar contigo porque quien me atendió me dijo que acababas de fallecer, hacía media hora.
Habías muerto con 99 años. He esperado un año para, cuando hubieras cumplido cien años, hoy, ponerte estas líneas en ABC, que será uno de los pocos periódicos que os dejan leer a los bienaventurados.
Estabas muy bien preparado para el viaje. Habías ensayado lo de morir, me decías, más de 36.000 veces, los días que habías vivido ya, a lo largo de otras tantas noches. Me recordabas que dormir no era sólo aprender a morir, y que despertar todas las mañanas era «resucitar».
Supongo que tu muerte, como la muerte de Manolis, tu querida esposa y tú nos lo contabas siempre, fue dulce, y el viaje muy rápido, en un santiamén que es como en el cielo medís el tiempo; en santiamenes. Y, como tú preveías, ese mismo día, al atardecer, con san Juan de la Cruz como abogado, fuiste juzgado, examinado en el amor. Me imagino que te dieron sobresaliente cum laude cuando supieron, por Manolis, que en muchos paseos de tu vejez, algunas veces en mi compañía, buscabas por Chamberí los árboles, más de un centenar, donde habías grabado corazones para que los viera tu mujer cuando iba desde su casa a la Escuela Oficial de Periodismo.
En esa Escuela fuiste profesor mío y de cientos de futuros periodistas. Luego, lo serías de millares de alumnos más, hasta que te jubilaste, en la Facultad de Ciencias de la Información. Te sobró tiempo para crear también el importante Master de Periodismo de ABC. Te fuiste al otro mundo siendo el periodista con el carnet número 1 de la Asociación de la Prensa de Madrid y el decano de los cronistas de la Villa y quizás de todos los cronistas municipales de España. Ahí, Enrique, habrás encontrado a la mayoría de los catorce alcaldes de Madrid que viste desfilar por el Ayuntamiento. Catorce alcaldes, el mismo número que los Primeros Ministros que la reina Isabel II vio pasar por Downing Street en setenta años de reinado. Ahí la tienes en el reino de los cielos desde el año pasado. Llegasteis allá el mismo año, tú cinco meses antes, y también la superabas en edad; eras tres años mayor que la reina más longeva de la Historia. Ya me dirás si en un cielo cristiano, pero católico, recibe ella trato de favor por haber sido la papisa de la iglesia anglicana. Teniendo como tienen ellos la Eucaristía, como los católicos, creo que los anglicanos serán bien vistos en la Gloria.
Supongo, Enrique, que ahí no te enterarás de la Misa, la mitad pero creo que como eras tan buen periodista, en este año que llevas en el cielo, habrás comprobado lo que escribió san Pablo en referencia al cielo: «Ni ojo vio ni oído oyó... lo que ha preparado Dios para los que le aman». Él lo sabía de buena tinta porque san Pablo no tenía que inventarlo como Jardiel Poncela que, en su famosa novela La tournée de Dios, tuvo que imaginar cuando puso en boca de Dios fabulosas declaraciones que hizo el Señor en su gira por España. Por cierto, las más estrambóticas de estas declaraciones a los periodistas fueron sus palabras dedicadas al Diablo. El demonio es un caso de obcecación. Está completamente loco y yo ya le he dejado por imposible. Ahora diré por qué el Diablo y yo no hemos estado nunca de acuerdo. Él y yo tenemos un concepto distinto de la existencia. Para mí, la existencia está basada en el Dolor y su consecuente es el Placer. Para el diablo la existencia está basada en el Placer y... naturalmente! su consecuencia es el Dolor. Yo creo, Enrique, que Jardiel ha de estar ahí arriba. Me parece un acierto la tesis que atribuyó a Dios. Muy inspirado también –a lo mejor le inspiró a Jardiel el Espíritu Santo– cuando pone en boca de Dios en una entrevista con un periodista esta afirmación: «En mi oración, en el Padrenuestro, que es sólo una oración de conformidad, decís en ella: “Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el cielo”. ¡Eso no reza conmigo!». ¿Es verdad eso? Te pregunto, Enrique, ¿tú has advertido que, si no en la Tierra, se hace en el Cielo la voluntad de Dios?
A ti, Enrique, te caracterizó que te gustaba hacer lo que pensabas que era la voluntad de Dios. Por ejemplo, quisiste que los restos de tus dos hermanos, Alvaro y Vicente, uno combatiente en nuestra Guerra Civil, como alférez provisional de los nacionales, y el otro luchando con los republicanos, condenado primero a reclusión perpetua, fueran enterrados en el mismo nicho del cementerio de Ceares, de Gijón, y, reducidos, dentro de una misma caja, como símbolo de reconciliación nacional. ¡Tuviste de quién aprender! Te guiaba tu arquetipo joseantoniano... «No vale ser de derechas ni de izquierdas», decías. E hiciste tuyo, como yo también, el adagio: «Vivere non interest, sed navigare». Navegar es más necesario que vivir, claro que sí. Allí lo tienes más difícil. En el cielo no hay aguas. Si hubiese, Dios nos resolvería las sequias. Y sin agua tampoco el Señor puede hacer milagros como el de Caná. O sea, Enrique, que en el cielo no hay vino. Ni almejas. Es lo que dijo Alvaro de Laiglesia. No importa. Las almejas te gustaban menos que los mejillones y beber, bebías muy poco, con gran moderación. Yo, si aprobara el examen, sin vino, no sé qué voy a hacer ahí...
Yo sabía que tú entrarías sin problemas en el Paraíso. Eras hombre de principios... y de finales. Y para Jaime Campmany eras un buen ejemplo. Escribió Jaime que Enrique de Aguinaga «era maestro de perfecciones técnicas –sí, con noventa y nueve años, eras un “informático” prodigioso– y un redactor de textos medidos y precisos, periodista de noticias exactas, de comentarios insobornables, de palabras preciosas, y de ecuaciones, literales... de segundo grado». Es verdad, despejabas muy bien las incógnitas y resolvías bien los dilemas... y los trilemas. Escribiste artículos memorables, como No sé lo que me pasa, La resurrección de los vivos, o Vengo a devolver mi nombre. Decías que siempre habías andando como los gallegos, «viniendo y yendo». Yo también. Siempre amestoyendo, subiendo y bajando. Tú, qué suerte, has sabido subir al Paraíso... Y eso que no te gustaba subir. Un día me revelaste un secreto en la plaza de Santo Domingo de Madrid. «Yo suelo aparcar el coche, cojo aquí el Metro y subo hasta la glorieta de Cuatro Caminos. Para luego volver andando desde allí, y hacer casi seis kilómetros; pero muy cómodos, porque es de las pocas distancias en Madrid donde “todo es bajar”». O sea, descubrí que gracias a este paseo ibas a llegar a centenario .
Desde que hace veinte años celebramos tu proclamación como octogenario y a propósito de los festejos que organizamos cuando cumpliste los noventa, hablábamos de tu larga vida y de si existiría lo de la eternidad. No es que dudaras de los dogmas y de las promesas, porque seguías siendo creyente, y me insistías en que sí, que creías en el Misterio. ¿Has desvelado ya ese misterio?
Es curioso que Dante, en su Divina Comedia, se hace cruces en el Paraíso y escribe: «Las profundas cosas que aquí me hacen el don de la evidencia, allí abajo se ven tan misteriosas que reducen su ser a la creencia». A ti, Enrique, ¿te ha ocurrido lo mismo?
Hablando de evidencias, es evidente que aún no has visto a Dios. Sospecho, mejor, creo, que Dios, para vosotros los bienaventurados estará dentro de vosotros y vosotros dentro de Él. No te rías de mí; que yo alucino como alucinabas tú. No olvides que fuiste mi profesor de periodismo, luego perdona mi curiosidad. El Padre es invisible; imagino que el Espíritu Santo lo es igualmente; pero... ¿y el Hijo? ¿No has visto tampoco a Jesucristo? ¿No será que estás en el Purgatorio?... Espero que le verás algún día. Y qué pasa con la Virgen. Porque la Virgen ha estado varias veces en la Tierra y se ha aparecido a mucha gente. A Zaragoza, sin ir más lejos, bajó en carne mortal. Y en Fátima le vieron tres pastorcitos.
Si no es así habrá que celebrar un argumento que nos da el Dante en La Divina Comedia: «Mucho es lícito allí, en la Tierra, que prohibido está aquí, en el Paraíso, porque aquel lugar, la Tierra, ya fuera para la especie humana concebido».
No estoy de acuerdo. Tú, Enrique, estás en la Gloria. La Tierra es un infierno: guerras, hambres, pandemias, inundaciones, volcanes, terremotos... Conflictos políticos, una torre de Babel... Así está la Tierra. ¿España? Bueno esto es otro planeta. Y no es el Cielo, ni el Infierno, ni siquiera el Purgatorio. Esto es aquello que hubo y que decían que había dejado de existir: España es el Limbo, pero el Limbo de los niños. Algo así como Babia. Sí, Enrique, estamos... en Babia.
Posdata: Si quieres contestar a esta carta plagada de preguntas, no será fácil porque, ya sé, en el Cielo no hay correo, ni postal ni electrónico, pero seguro que el arcángel Gabriel, ministro de comunicaciones de Dios, puede hacer algo. Él se pone en contacto con todo el mundo... divinamente.