SEMBLANZAS

Sorpresas e indignaciones

A propósito de un artículo del profesor Gimbernat, laudatorio sobre su admirado, también catedrático penalista, además de político y presidente de la Segunda República en el exilio, Luis Jiménez de Asúa, al cumplirse 50 años de su muerte.


Dos opciones para leer el artículo del profesor Gimbernat: en El Mundo (primicia) o en Revista de prensa (replicado)


Artículo recuperado de julio de 2020
2020-07-22-jimenez-asua-1w
Sorpresas e indignaciones

El catedrático de Derecho Penal, Enrique Gimbernat, publicó el pasado viernes 17 de julio del año en curso, en el diario El Mundo, un artículo laudatorio sobre su admirado, también catedrático penalista, además de político y presidente de la Segunda República en el exilio, Luis Jiménez de Asúa, en el que advierto algunos deslices. Y he de confesar que es un ejercicio que me produce cierta timidez, dada la personalidad del ilustre catedrático.

Para situarnos, digamos que Jiménez de Asúa fue un personaje destacadísimo durante la Segunda República. A él debemos varios trabajos importantes, entre otros, el famoso Tratado de Derecho Penal, su obra cumbre por la que probablemente es considerado el más importante penalista español de todos los tiempos. Otra cosa fue su comportamiento político. Socialista tardío, en lo que respecta a su militancia, entró en política tentado, como tantos otros, por dotarse de un protagonismo necesario para acometer las grandes reformas a que aspiraba su partido.

Plenamente identificado con la Segunda República, marchó al exilio, ante el estrepitoso fracaso de este régimen y ante la derrota definitiva del Ejército Rojo, único representante del mismo, en 1939, cuando ya la clase política se había puesto en fuga. A diferencia de la mayoría de políticos exiliados, que eligieron México, Jiménez de Asúa optó por Argentina como país de acogida, donde también fue miembro del claustro universitario y donde también tuvo sus problemas con el peronismo. No discutiré la valía del señor Jiménez de Asúa, cuya fidelidad a la República se solapa con el odio al generalísimo Francisco Franco y a José Antonio Primo de Rivera.

Dice el señor Gimbernat, cuando se refiere a la llegada de los restos de Jiménez de Asúa a España, el 6 de junio de 1991, desde el cementerio bonaerense de La Chacarita, donde estaba «provisionalmente» enterrado:

«A pesar de la emoción que se apoderó de mí aquel día, no pude evitar una cierta sorpresa y alguna indignación: Jiménez de Asúa había sido enterrado en Buenos Aires dentro de un ataúd cubierto por la bandera de la República; pero cuando llegó el féretro desde el aeropuerto de Barajas al tanatorio de la M-30, para ser poco después trasladado al cementerio, alguien había cubierto el ataúd con la actual bandera constitucional española. Entre las concesiones que hubo que hacer durante la Transición tan llena de luces como de sombras una de ellas fue la de mantener la "franquista roja y gualda, con la única modificación de sustituir el escudo franquista por el de la monarquía parlamentaria"» (este subrayado es mío). Y, continúa, «Aunque con toda clase de reservas, yo me siento identificado con la actual bandera nacional, porque para mí simboliza el paso de la Dictadura a la Democracia…».

El señor Gimberant expone su malestar por el hecho de que la bandera que cubriera el féretro del señor Jiménez de Asúa fuera la Bandera española, que él dice franquista, aunque con el símbolo de la monarquía parlamentaria. La bandera que el señor Gimbernat llama franquista es la de siempre, la que define a España desde que la bandera forma parte de los símbolos de la Nación.

La bandera de España es la de 1785 y el escudo define el momento histórico. Durante el franquismo se utilizó el escudo de los Reyes Católicos, el águila de san Juan y los cuarteles; el actual escudo es el de la monarquía borbónica, pero siempre la misma bandera.

La republicana, también llamada tricolor, es un accidente en la historia de España que representa, precisamente, la ruptura con nuestra identidad, con nuestro orden, con nuestra historia. Simboliza, por otra parte, el fracaso de un sistema que trató de romper y de aniquilar los valores que cristalización en una cultura centenaria, contra la que la Segunda República combatió y a la que trató de aniquilar. Ese pequeño matiz del color de la franja inferior, del rojo al morado, significa mucho, por otra parte, y estoy seguro de que el señor Gimbernat lo sabe.

No obstante, el autor del artículo, que se considera identificado con la actual bandera («Aunque con toda clase de reservas, yo me siento identificado con la actual bandera nacional, porque para mí simboliza el paso de la Dictadura a la Democracia…»), debería entender las razones por las que la republicana no puede representar a España, al menos de momento, en ningún acto de carácter público, como era, en el caso que nos ocupa, el traslado de los restos de un español al cementerio civil.

Sobre el tratamiento ofrecido por el Estado español a la familia y a los restos de Asúa, se expresa el señor Gimbernat en estos términos:

«Pero me pareció un contradiós aclara que todo un presidente de la República española fallecido unos años antes de la aprobación de la Constitución de 1978 no fuera enterrado cubierto por la tricolor o, si no, por la enseña del PSOE o, en último caso, con el ataúd desnudo, pero nunca bajo una bandera roja y amarilla contra la que –si bien con otro escudo impreso en la tela– Jiménez de Asúa había combatido hasta su último aliento».

En la guerra, como en la vida, las personas tenemos que elegir un camino a seguir. El señor Jiménez de Asúa eligió el suyo y éste le llevó al exilio. Probablemente no estaba en sus planes, pero así ocurrió. No lo considero ganador ni perdedor, porque en una guerra civil todos son los perdedores, aunque siempre hay que se resiste a aceptar los resultados. 

El señor Gimbernat, y esto es una sugerencia mía, tal vez debería apostar más por la reconciliación entre los españoles, especialmente, si tenemos en cuenta el tiempo transcurrido desde los sucesos que llevaron a su admirado Jiménez de Asúa al exilio, del que no quiso regresar, a diferencia de otros exiliados que lo hicieron en pleno franquismo.

Habría sido reconciliador un reconocimiento a la inoportuna y sectaria Ley de Memoria Histórica, al tiempo que una reivindicación para repatriar los restos de tantos españoles que aún reposan en tierras lejanas. Creo que todos los españoles de hoy lo valoraríamos positivamente. Y, especialmente, si consideramos que la España de la Transición fue generosa no ya por el traslado, sino por las atenciones ofrecidas a la familia del señor Asúa:

«Volví a establecer contacto –continúa más adelante el artículo– con Mercedes de Briel (cubana, segunda compañera de Jiménez de Asúa tras la separación de su primera mujer, la española Guadalupe Ramírez), cuando se instaló definitivamente en Madrid a mediados de los años 70 del siglo pasado. Siendo ministro de Educación González Seara y secretario de Estado de Universidades Cobo del Rosal, le abonaron a Mercedes la totalidad de los emolumentos que tendría que haber percibido como catedrático español, primero en activo y luego jubilado, si no hubiese sido depurado y dado de baja en el escalafón en febrero de 1939 (por desafección al nuevo régimen…) reconociéndole también a Mercedes su pensión de viudedad…».

Lo que expresa este párrafo es que para el señor Gimbernat estas atenciones no son suficientes sin la enseña republicana, que viene a representar un triunfo hipotético y tardío, pero los hechos son los hechos, y la Segunda República y sus representantes fueron derrotados en 1939.

¿Habría pasado lo mismo con los otros españoles si la Segunda República hubiera ganado la Guerra Civil?

Escribe con desdén, el señor Gimbernat, sobre la situación vivida al final de la contienda y el comienzo del nuevo régimen establecido tras la victoria de las fuerzas que se levantaron el 18 de julio de 1936, y trata con descortesía a los juristas que se avinieron a colaborar con el régimen nacido de ese levantamiento militar:

«El despegue de la ciencia penal española, que se había iniciado con Jiménez de Asúa, se ve interrumpido por la Guerra Civil y a partir de 1939 las cátedras vacantes son ocupadas entonces, con alguna excepción, por personas cuyo mérito consistía en su fidelidad a la Dictadura, y a quienes Jiménez de Asúa no para de criticar en sus escritos…».

Acerca de la validez y categoría de cuantos colaboraron con el régimen franquista en los temas relacionados con la justicia, el señor Gimbernat podrá manifestar cuantas dudas considere; él es un jurista, un experto, pero unos hechos son consecuencias de otros. Ese renacer de la ciencia penal española, a que alude el señor Gimbernat, no es fruto de la física cuántica, sino de los años previos, de la Restauración; como las personas que cubrieron las vacantes ocasionadas por la guerra civil son también fruto de los años previos, aunque el señor Gimbernat sea crítico con ellas.

Y acerca de la validez de las mismas ¿Se ajustan más a derecho los jurados populares creados por los decretos del 23 y 25 de agosto de 1936?, entre otras de las medidas de depuración ideológica establecidas durante el régimen republicano. ¿O las manipulaciones en la jubilación de unos magistrados o la elección, sin más criterio que la obediencia política, de aquellos que pertenecían a la cuerda frente populista y socialista, de los que hay sobrados ejemplos?

Las críticas del señor Asúa, que menciona su entusiasta admirador, el profesor Gimbernat, tienen otra consideración. El señor Asúa, que hizo siempre gala de un carácter árido, se negó (estaba en su derecho, obviamente), a participar en unas jornadas organizadas por el Ateneo de Albacete, en febrero de 1930. Oradores de distintas tendencias políticas, como Martín Jara; José Serrano Batanero; Suárez de Tangil, conde de Vallellano; Angel Ossorio y Gallardo; Alejandro Lerroux; José Antonio Primo de Rivera y el propio Asúa, fueron invitados por los organizadores.

El 17 de febrero habló José Antonio. «Una tranquila excursión por los campos del pensamiento en pos de los filósofos y de los juristas», según él mismo explicó.

Para sorpresa de organizadores y ponentes, Jiménez de Asúa envió un telegrama a los responsables del Ateneo con el escueto texto: «Enterado conferencia ese Centro hijo Primo de Rivera, niégome terminantemente ir yo. Asúa»

El telegrama causó tal confusión que los responsables del Ateneo, a través de su presidente, José Lozano Serna, escribieron a Asúa para que rectificara o ratificara, pues no daban crédito al texto y a la excusa. También, en su escrito, le indicaban que no pensaban que la presencia de José Antonio Primo de Rivera fuera en sí misma causa de ninguna incompatibilidad, puesto que en los Ateneos se exponían ideas de todas las tendencias. Se ratificó Asúa en su postura firme aduciendo la falta de méritos de José Antonio para figurar en esas conferencias:

«Si ustedes hubieran invitado a don Miguel Primo de Rivera, exdictador, y expresidente del Consejo de Ministros me parecería acaso absurdo cuando es insólito lo que ha ocurrido en España con las dictaduras e insólitas debían de ser las consecuencias que se adoptasen frente a quienes así desgobernaron a España–y continúa más adelante– Lo que no la tiene en absoluto es que el hijo del señor Primo de Rivera, que no tiene otro mérito que el ser hijo del que fue dictador de España, sea invitado por un Ateneo como si se tratara de un hombre de calidad conspicua…»

Bajo el título de El señor Asúa no quiere contaminarse, respondió José Antonio con un artículo, publicado en el periódico La Nación, el 26 de febrero de 1930. José Antonio consideró más adelante a Asúa como un caso de sectarismo patológico, pero en otro contexto. Expuso:

«El señor Asúa no puede poner los pies donde los haya puesto un Primo de Rivera, ni hacer oír su voz donde se haya escuchado la voz más abominable de un Primo de Rivera. Se contaminaría. Así, pues, lo que pretende el señor Asúa es que los individuos de la monstruosa familia a que pertenezco renunciemos a toda esperanza de vida civil. Ya no podremos consagrarnos al derecho, ni a las matemáticas, ni a la música. Nuestro deber es morir en silencio, arrinconados, como los leprosos de los tiempos antiguos…».

Es evidente que Asúa y José Antonio se conocían, y no sólo porque éste último fuera hijo del dictador, sino porque, según el régimen de Primo de Rivera fue relajando las tensiones, en aquella España de los años veinte del siglo pasado, o sea, cuando a Jiménez de Asúa le pica la curiosidad de entrar en política de la mano del PSOE, al parecer, para equilibrar la deficiente presencia de intelectuales en las filas socialistas en comparación con otros partidos socialistas europeos.

En el curso de una trifulca universitaria al señor Asúa estuvieron a punto de estamparle una pesada silla en la cabeza, o, como consecuencia del golpe, de estampar su cabeza tras el impacto, contra el suelo. Fue, precisamente, José Antonio Primo de Rivera quien evitó el descalabro físico del señor Jiménez de Asúa, al batirse cuerpo a cuerpo con el fornido mocetón que amenazaba con dar con la silla al señor Asúa. Lo cuenta Francisco Ayala y, por cortesía al menos, Asúa pudo haberlo tenido en cuenta en lugar de menospreciar a José Antonio Primo de Rivera.


 

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