SEMBLANZAS | MEMORIA
Unamuno contra la revolución izquierdista.
Autor.- Jesús Laínz. Publicado en el núm. 154 de Cuadernos de Encuentro, de otoño de 2023. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Unamuno contra la revolución izquierdista
La vida de Miguel de Unamuno comenzó con una guerra civil y concluyó con otra. Pues, nacido en Bilbao en 1864, le tocó sufrir el asedio carlista en el invierno de 1874, experiencia infantil que inspiraría su primera novela, Paz en la guerra. Y el destino le tenía preparado fallecer la nochevieja de 1936, recién estallada una nueva guerra civil que atormentaría sus últimos meses de vida.
Opuesto al incipiente bizkaitarrismo sembrado por los hermanos Arana, ingresó en 1894 en las filas socialistas bilbaínas y colaboró con artículos de opinión en el periódico La lucha de clases. Pero sus simpatías por el socialismo fueron atenuándose hasta que tres años después lo abandonó desengañado.
Reflejó su antimonarquismo en numerosos artículos, como los publicados en 1918 en el periódico El mercantil valenciano que le valieron una condena a dieciséis años de prisión y una fuerte multa por acusar al monarca y a su regia madre de no ser más que marionetas de los recién vencidos Hohenzollerns y Habsburgos en contra de los intereses de España, condena de la que fue indultado para, aprovechando la ocasión, dar a Alfonso XIII un baño de benevolencia.
Por su oposición a la dictadura de Primo de Rivera, acabó desterrado en Fuerteventura en 1924, desde donde no se privó de escribir cartas a sus amigos calificando al dictador de mentecato, borracho y putero. Tras unos pocos meses en la isla llegó el indulto, pero Unamuno prefirió establecerse en Francia a regresar a España.
Destituido Primo de Rivera en 1930, Unamuno regresó a tiempo para asistir a los últimos coletazos de la monarquía. Se presentó a las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 por la Conjunción Republicano-Socialista. Elegido concejal, le cupo el honor de proclamar la República desde el balcón del ayuntamiento salmantino celebrando el comienzo de una nueva era y la conclusión de «una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido».
Dos semanas después, el 1 de mayo, Unamuno desfiló al frente de la manifestación obrera junto a Prieto y Largo Caballero. Salió elegido diputado como independiente por la Conjunción Republicano-Socialista y se distinguió en los debates constitucionales, fundamentalmente en lo relativo al estatuto catalán, con el que fue muy crítico por considerar que privaría de derechos a los no nacionalistas, y a la oficialidad de las lenguas regionales, a la que se opuso con rotundidad, sobre todo para la enseñanza. En la votación para elegir presidente de la República, para la que contó con el apoyo de un nutrido grupo de escritores como Salinas, Guillén, Bergamín y Diego, se llevó el chasco de obtener solamente un voto, al igual que Ortega, resultados ridículos en comparación con los 362 del vencedor, Niceto Alcalá-Zamora.
Además de recuperar el rectorado de la Universidad de Salamanca del que había sido destituido por Primo de Rivera, fue nombrado presidente del Consejo de Instrucción Pública y ciudadano de honor de una República para cuyo advenimiento él siempre presumió de haber contribuido más que nadie debido a sus incesantes escritos contra Alfonso XIII, su reclusión en Fuerteventura y su posterior exilio voluntario en Francia.
Pero su descontento por el nuevo régimen no hizo más que crecer ya desde los debates constitucionales. «Aquellas Constituyentes de nefasta memoria. Dios nos perdone», las calificaría cuatro años después. Nunca pudo ocultar Unamuno su desprecio por el Parlamento:
A veces vibra la Cámara bien; pero otras… otras es el aullar de una jauría de perros lobos que en las tinieblas barrunta la presa.
En una entrevista concedida a La Voz en agosto de 1931, señaló a separatistas y comunistas como los principales causantes de la «situación caótica» que ya en fecha tan temprana empezaba a vislumbrar:
¡Qué majaderos son los separatistas! Cualquier aldehuela nos demandará el mejor día su estatuto. Son los separatistas una cuadrilla de literatos fracasados compuesta de locos y de vanidosos. No saben lo que piden. La única petición clara es que quieren ser guapos. Y la majeza es una endemia muy española. Y el comunismo es la enfermedad de moda. Si a la majeza del separatismo le llamamos endemia, llamémosle epidemia a la de esos señoritos denominados comunistas españoles. Estos últimos aún son más locos, más vanidosos, más ignorantes y más literatos fracasados que los primeros. A unos y a otros se les puede aplicar exactamente la terminación de uno de los pensamientos de Maquiavelo: Doy la vida por la vanidad.
El 25 de noviembre de 1932 pronunció una sonada conferencia en el ateneo madrileño en la que manifestó, como ya habían hecho otros artífices republicanos como Ortega y Marañón, su desilusión:
Vengo como quien va a un sacrificio, con el ánimo bastante deprimido. He dicho que me dolía España, y hoy me sigue doliendo. Y me duele, además, su República.
Así comenzó un discurso en el que fue desgranando las numerosas taras que encontraba en el régimen por el que tanto había trabajado. Para empezar, reprochó que Azaña, con su célebre frase sobre la primera oleada incendiaria de mayo de 1931 («todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano»), abriera la espita de la violencia aceptable por ser ejercida por buenos republicanos. Continuó denunciando que la Ley de Defensa de la República, con su secuela de arbitrariedades y cierres de periódicos de la oposición, otorgaba a los ciudadanos menos instrumentos de defensa que la Inquisición. Y dedicó especiales ataques a los estatutos de autonomía y a «esa monserga de la personalidad diferencial de las regiones»:
El autonomismo cuesta caro y sirve para colocar a los amigos de los caciques regionales. Habrá más funcionarios provinciales, más funcionarios municipales; habrá un Parlamento y un Parlamentito. Es decir, existirá una enorme burocracia. En vez de una República de trabajadores vamos a hacer una República federal de funcionarios de todas clases. Dios quiera que vuestros hijos encuentren en esa nueva sociedad que se avecina las satisfacciones que yo no podría encontrar. ¡Que esa República federal de funcionarios de todas clases encuentre un ideal! No es lo que yo soñaba. ¡Qué le vamos a hacer! Presencio con tristeza que ha desaparecido toda serenidad. Yo sirvo a un sentimiento de justicia, y me aterra que con otros se cometan injusticias. No me gusta eso, no quiero llevar dentro de mí un alma de déspota.
No eran pocos ni insignificantes los que compartían en aquellos días las críticas de Unamuno, entre ellos el ferviente republicano Antonio Machado:
La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable. En esto no me doy por sorprendido, porque el mismo día que supe el golpe de mano de los catalanes lo dije: los catalanes no nos han ayudado a traer la República, pero ellos serán los que se la lleven. Y en efecto, contra esta República, donde no faltan hombres de buena fe, milita Cataluña. Creo con don Miguel de Unamuno que el Estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y en lo tocante a enseñanza, algo verdaderamente intolerable.
Todos estos y muchos otros desacuerdos, unidos a su enorme desprecio por Azaña («No hay nada más peligroso en política que un resentido con talento»), llevaron a Unamuno a no presentarse a las elecciones de 1933 y a centrarse en su actividad académica. En mayo de aquel año presentó su dimisión como presidente del Consejo de Instrucción Pública por su oposición a un proyecto de enseñanza que juzgó fanáticamente anticlerical y demasiado complaciente con las exigencias de los catalanistas.
La creciente violencia política le atormentaba por considerarla anunciadora de tragedias. Así, el 29 de septiembre de 1934, una semana antes de que el PSOE y la Esquerra desencadenaran la revolución, pronunció estas agoreras palabras con motivo de su jubilación como catedrático:
Y ahora, estudiantes míos, tengo que deciros otra cosa. Seria congojoso que os ejercitarais en el abuso de las armas de fuego –o de las llamadas blancas– y que las escondierais en el mondado libro de matute, pero más congojoso será que os dejéis ganar del ejercicio de otras armas peores. Me refiero a las de la calumnia, la injuria, la insidia y el insulto de que tanto empiezan a abusar vuestros mayores. Os están enseñando a calumniar, a injuriar, a insultar a la generación de vuestros padres y abuelos. Os están incitando a despreciarlos. Os están incitando a renegar de los que os dieron vida. Vosotros, estudiantes españoles, que os ejercitáis en la investigación científica, histórica y social, en la dialéctica –escuela de tolerancia y de comprensión de la concordancia final de las discordias; de la coincidencia de las oposiciones, que dijo el Cusano–, vosotros tenéis que enseñar a vuestros padres –a nosotros– que esa marea de insensateces –de injurias, de calumnias, de burlas impías, de sucios estallidos de resentimientos– no es sino el síntoma de una mortal gana de disolución. De disolución nacional, civil y social. Salvadnos de ella, hijos míos. Os lo pide al entrar en los setenta años, en su jubilación, quien ve en horas de visiones revelatoriasrojores de sangre y algo peor: livideces de bilis. Salvadnos, jóvenes, verdaderos jóvenes, los que no mancháis las páginas de vuestros libros de estudio ni con sangre ni con bilis.
Tres meses y dos mil muertos más tarde, el 6 de enero de 1935, día de Reyes, Unamuno dirigiría esta alocución a los niños españoles en nombre del presidente de la República:
Os hemos dado mal ejemplo, muy mal ejemplo, y estamos avergonzados de ello. No sé si también arrepentidos. Nos figuramos que nuestros juegos son más serios que los vuestros porque en los nuestros se matan los jugadores. Hay muchos de nosotros que quieren enseñaros nuestros juegos. ¡Decidles que no! […] Decidles que las escuelas de España deben ser la verdaderas Casas del Pueblo, y que no queréis que entren en ellas nuestros malditos juegos de guerra civil.
Con el paso del tiempo, los síntomas no hicieron sino agravarse. El 7 de junio de 1936 publicó en el diario madrileño Ahora un artículo, titulado Ensayo de revolución, en el que describió la violencia contra unos jueces por parte de las hordas revolucionarias:
Hace unos días hubo aquí, en Salamanca, un espectáculo bochornoso de una Sala de Audiencia cercada por una turba de energúmenos dementes que querían linchar a los magistrados, jueces y abogados. Una turba pequeña de chiquillos –hasta niños, a los que se les hacía esgrimir el puño– y de tiorras desgreñadas, desdentadas, desaseadas, brujas jubiladas […] Y toda esta grotesca mascarada, retó a la decencia pública, protegida por la autoridad. La fuerza pública, ordenada a no intervenir sino después de… agresión consumada. Método de orillar conflictos que no tiene desperdicio.
Un mes después, el 3 de julio, a sólo dos semanas del asesinato de Calvo Sotelo y el estallido de la guerra, Unamuno denunció el insoportable clima de violencia sembrado por el Frente Popular. Para ello contó tres anécdotas –«frutos de la tan cacareada revolución»– de las que había sido testigo. La primera, la de un zángano que había manoseado a una joven que paseaba acompañada por su familia. Cuando su padre le reprendió, el aguerrido mocetón se puso a gritarle «¡Fascista, fascista!», ante lo que la familia tuvo que escabullirse para evitar ser aporreada por los compinches del otro. La segunda, la de un gamberro que, censurado por un guardia por hacer sus necesidades en la calle, se irguió amenazante espetándole «¡Que soy del Frente Popular!». Y la tercera, la de unos niños de unos doce años que irrumpieron en una iglesia chillando puño en alto «¡Maldito sea Dios!» y «¡Hay que darles unas hostias!».
Unamuno achacó estos sucesos, «y muchos más de la misma laya» a la «barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y estupidez» de la que se aprovechaban los doctrinarios izquierdistas «para hacer comulgar con ruedas de molino soviético a los papanatas que les leen». Y aprovechó para dejar bien claro su desprecio por la República y su arrepentimiento por haberla apoyado:
Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser esta República. ¡Que si lo hubiesen sabido…!